Texto: Ebnu Abdelfatah. Ilustración: Fadel
Jalifa
En el Parque Santa Catalina, me subí a la
guagua. Enseguida reparé en su melhfa de flores. No había asientos vacíos y
decidí detenerme a su lado, en el pasillo cerca de la puerta de salida. Ella me
miró como si mirara a un ser querido en una vieja fotografía, con los ojos de
la ternura.
Los primeros días en las Palmas, yo
saludaba, Salamaleikum, cada vez que me cruzaba con una darraa o con una
melhfa. Aleikumbisalam, me respondían, a veces.
Venía de la península y no estaba
acostumbrado a ver tantos trajes típicos saharauis pasearse por una ciudad y el
instinto me indujo a acercarme a saludar, a averiguar, a buscar lajbar.
Pero pronto me di cuenta de que la mayoría,
ni siquiera eran saharauis y los que lo eran vivían al compás que marcaba una
ciudad cosmopolita, cuyos habitantes tenían los colores del arco iris y no
había tiempo para detenerse y menos para curiosear o preguntar por Lajbar en
este mundo urbano.
“Deja ya de saludar, chico, que no estás en
el desierto” me dijo un amigo saharaui canarión, cansado de mis salutaciones.
En una semana dejé de saludar y comencé a
ignorar aquellas vistosas vestimentas que me trasladaban a mi orilla del mundo,
a mi calle, a mi casa.
Aquella mañana, a pesar de que por mis
venas mi sangre hervía por saludar, no lo hice. Me quedé de pie sin saber cómo
reaccionar ante aquellos ojos grises y melancólicos que me buscaban el corazón.
Cuando el autobús se detuvo en su parada,
la mujer se levantó y antes de bajar se volvió y mirándome a los ojos, dijo con
firmeza:
“Si hablas mi lengua, quiero que sepas que
le doy gracias a Dios por haberme subido en esta guagua y poder ver esa bandera
que llevas en el pecho.”
La mujer de la melhfa de flores desapareció
por una calle de las Palmas de Gran Canaria, mientras yo me arrepentía de mi
silencio.
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