Texto: Ali Salem Iselmu. Ilustración de Fadel
Jalifa
Esta vez el escritor Ali Salem Iselmu nos
regala este relato que nos lleva a pensar en las familias saharauis que siguen
separadas desde 1976 a raíz de la anexión militar marroquí a los territorios
del Sahara Occidental. Pero el fortuito reencuentro tras muchos años a veces
redime el dolor de la separación y mitiga la sed del desterrado.
La última vez que se abrazaron, había silencio
en sus manos, las lágrimas caían de sus mejillas. Aquella despedida era
dolorosa e inaceptable. Pero el destino iba marcando sus pasos. Él era un
notable que venía a identificar a su gente, después de muchos años de guerra.
El reencuentro en aquel campamento, después de tantos años iba a ser un
milagro.
Ella pensó durante su huida, que no iba a
sobrevivir a las bombas, a las minas y jamás volvería a encontrar a su hermano.
Su casa, el hospital donde trabajaba como enfermera y sus vacaciones en las
Islas Canarias, todo eso lo había perdido. Ahora lo único que le quedaba, era
rezar con su rosario y seguir nombrando los nombres de Dios. Pidiendo que
vuelva a salir el sol, que el humo de los coches quemados después del ruido de
las bombas, no le impida ver el cielo.
Todas las mañanas se levantaba, y con la ayuda
de su nieto, salía de aquella humilde casa de paredes agrietadas, en las que
penetraba el calor y el frío con mucha intensidad. Empezaba con su plegaria,
pidiendo a Dios volver a encontrar a sus hermanos, a sus hijos y que el largo
destierro llegue a su fin. Cogía un puñado de arena con sus manos y lo esparcía
sobre su cuerpo, luego movía su cabeza hacia todas las direcciones y finalmente
dibujaba un círculo imaginario sobre la cabeza de su nieto, susurrándole
pequeñas frases en sus oídos. Esa era su particular forma de darle la
bienvenida al día.
El nieto le acercaba un cuenco lleno de leche
de cabra, mezclada con azúcar y agua, ella bebía lo justo, lo que necesitaba su
cuerpo. Luego comía seis dátiles, ese era su desayuno.
Empezaba a escribir pequeñas letras sobre una
tabla de madera, introducía un lápiz tintero tradicional en la mezcla de agua y
carbón vegetal, y le decía a su nieto.
̶ Hoy hijo mío, tienes que dibujar diez letras
y mañana otras diez. Ya tienes diez años y no sabes escribir.
El nieto la miraba con cierta resignación, y
le decía.
̶
Abuela, yo tengo que cuidarte. Tus hermanos, tus hijos se han quedado en
nuestra tierra, a la que no podemos volver.
Hijo mío, le decía ella pasándole la mano por
la cabeza.
̶ En esta tabla aprendieron a escribir, cuatro
generaciones de nuestra familia, incluso un bisabuelo nuestro dejó un extenso
poema escrito y lo hemos ido transmitiendo de forma oral de unos a otros.
El niño entonces, dibujaba una raya
horizontal, terminada con dos pequeñas rayas verticales en las puntas y abajo
un punto, y gritaba:
̶
Abuela, he dibujado una B en árabe, esta es mi primera letra, la primera
que he aprendido a escribir.
Así se pasaban todas las mañanas, mientras el
niño tenía que traer garrafas de agua a su abuela de un depósito que estaba a
unos 100 metros de su humilde vivienda.
Cuando ella terminó de rezar y encomendarse a
Dios como lo hacía todas las mañanas, llegaron unos hombres en un coche y la
llevaron al centro de identificación y el censo, para inscribirla.
Su hermano que era el notable que identificaba
a las personas para el censo electoral, la vio entrar despacio con la ayuda del
niño, tenía la vista débil y su rostro había envejecido de forma acelerada.
Antes de preguntarle su nombre, abandonó la silla donde estaba sentado y la
abrazó con tanta fuerza que todos en la sala se quedaron sorprendidos. Él
lloraba, ella lloraba y el niño decía.
̶
¿Quién es este hombre?
Muchos años de separación, terminaban en
aquella oficina de la que él no podía salir, las autoridades no se lo
permitían. Su ropa de color blanco, la mirada profunda y su determinación
dejaron a todos, sin aliento, sin palabras.
Una vez que la abuela salió de aquella
oficina, su hermano se sintió impotente. Algo en su interior, le decía que no
iba a volver a verla, esta vez sería la última.
El niño, llevaba en sus manos el regalo que le
dio su tío abuelo, una carpeta llena de libros, lápices y cuadernos. Aquel
encuentro había surgido de la memoria de los recuerdos, de la fuerza del
destino.
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