jueves, agosto 01, 2019

Muerte a la intemperie


Texto: Ali Salem Iselmu. Ilustración: Fadel JalifaCuando salió de su casa aquella noche de verano sabía que no iba a volver. En una pequeña caja llevaba sus objetos de mayor valor y los guardaba para que nadie pudiera verlos. Antes de dejar su tierra, miró el horizonte para captar la luz de la luna con sus ojos. Las piedras afiladas de la llanura, eran extrañas estatuas que iba observando. El coche que conducía, buscaba de forma desesperada un pequeño poblado en el que vio por primera vez un eclipse solar.
A medida que se alejaba, una extraña nostalgia lo dominaba. El paisaje cambiaba. Los árboles empezaban a escasear y las temperaturas subían unos cuantos grados. La brisa del mar que penetraba en su ciudad, estaba lejos. Aquellas flores con pétalos amarillos que solía regalar a sus amigos, las había dejado en su jardín, expuestas al paso inevitable del tiempo.
Delante de sus ojos, vio la tierra cubierta de una extraña capa de color oscuro que le recordaba los caminos que recorría de pequeño.
Cuando llegó a la meseta seca y salda. Sus ojos se cerraron. Todo el miedo que sentía cuando dormía de noche cerca de las tumbas de sus antepasados, era un recuerdo lejano. Estaba ahora frente a una tierra agrietada de color rojizo. En su interior se veían restos de caracoles fosilizados.
La ciudad de paredes blancas, y de casas anchas, no estaba ya a su alcance. Cuando llegó a aquel pozo rodeado de palmeras, se dio cuenta que el poblado del eclipse solar estaba lejos. La travesía de un camino que aparece y desaparece, lo había llevado a otro lugar.
 Bajó del coche y vio entonces a su mujer, sus hijos y su mejor amigo, habían subido en los asientos de atrás, sin que él se diera cuenta. Cogió las mantas y las tendió cerca del tronco de una palmera. Sentó a sus hijos y a su mujer. Se fue con su amigo a buscar leña para combatir el frío de aquella noche gélida.
Su hijo pequeño estaba temblando, su madre lo cubría con una manta. Cuando cogió aquel tronco seco se dio cuenta que estaba lejos. Había llegado al lugar más caliente y frío, donde su abuelo iba a comprar pieles curtidas.
Preguntó a su amigo si tenía cerillas para encender la yesca, entonces se dio cuenta que no llevaban nada. Miró las piedras, la escasa vegetación que le rodeaba y se sintió impotente. La madre seguía abrazando a su hijo, mientras los temblores del niño aumentaban.
Buscaron aceite de cabra que llevaban en una garrafa. El padre se lo dio a su mujer para que lo frotara sobre el cuerpo de su hijo, y lo tapara con la manta del intenso frío que caía de forma incesante aquella noche.
Después de pasarle el aceite por todo el cuerpo y taparlo con una manta, el niño siguió temblando. Su cuerpo estaba helado. Sus ojos se abrían y se cerraban. Pronunciaba constantemente el nombre de sus padres y llevaba su mano al ombligo quejándose de un fuerte dolor.
La madre sacó pequeños restos de hojas secas que llevaba en el interior de una tela. Las machacó entre dos piedras. Cogió el polvo, y lo batió en el agua, que echó en un pequeño vaso. Después dijo unas palabras en voz baja, susurrándolas en los oídos de su hijo. Levantó la cabeza del niño con la ayuda de su mano y lo obligó a beber aquel líquido de sabor agridulce.  El niño tragó un poco y el resto se derramó sobre su cara. Ella lo limpió, mientras el padre y su amigo estaban sentados sujetando los pies y las manos. En ese instante su cuerpo sufría una constante turbulencia.
Después de un silencio total, se cerraron sus ojos, se detuvieron los latidos de su corazón. El aire ya no entraba por su nariz. La madre cayó desmayada en los brazos de su esposo. Aquel hombre que los acompañaba, se dirigió hacia el este con sus manos pegadas y abiertas, próximas a su boca. Iba diciendo palabras en medio del frío, mientras las palmeras iban quedando a su espalda.
La madre seguía tendida en el suelo. Los ojos del padre permanecían estáticos mirando la cara de su hijo y a la vez sujetaba su brazo izquierdo que estaba caído sobre la manta. Intentaba localizar con sus dedos, una última señal de vida que le devolviera algo de esperanza. Empezó a soplar un aire frío y seco, las copas de los árboles se movían. Dos bidones estaban unidos a los troncos formando una línea que servía de cobijo en aquella tormentosa y fría noche.
Entonces levantó el cuerpo de su hijo con sus manos y sus brazos, mientras escuchaba el llanto de su mujer. Pensó en la tumba de su padre, larga y estrecha. Ahora tenía que enterrar al niño que le enseñó a caminar cerca del océano, cuando observaba el agua penetrar en sus huellas. Las lágrimas iban cayendo de sus ojos y luego recorrían sus labios.

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