Texto: Ali Salem Iselmu. Ilustración: Fadel
JalifaCuando salió de su casa aquella noche de verano sabía que no iba a
volver. En una pequeña caja llevaba sus objetos de mayor valor y los guardaba
para que nadie pudiera verlos. Antes de dejar su tierra, miró el horizonte para
captar la luz de la luna con sus ojos. Las piedras afiladas de la llanura, eran
extrañas estatuas que iba observando. El coche que conducía, buscaba de forma
desesperada un pequeño poblado en el que vio por primera vez un eclipse solar.
A medida que se alejaba, una extraña nostalgia
lo dominaba. El paisaje cambiaba. Los árboles empezaban a escasear y las
temperaturas subían unos cuantos grados. La brisa del mar que penetraba en su
ciudad, estaba lejos. Aquellas flores con pétalos amarillos que solía regalar a
sus amigos, las había dejado en su jardín, expuestas al paso inevitable del
tiempo.
Delante de sus ojos, vio la tierra cubierta
de una extraña capa de color oscuro que le recordaba los caminos que recorría
de pequeño.
Cuando llegó a la meseta seca y salda. Sus
ojos se cerraron. Todo el miedo que sentía cuando dormía de noche cerca de las
tumbas de sus antepasados, era un recuerdo lejano. Estaba ahora frente a una
tierra agrietada de color rojizo. En su interior se veían restos de caracoles
fosilizados.
La ciudad de paredes blancas, y de casas
anchas, no estaba ya a su alcance. Cuando llegó a aquel pozo rodeado de
palmeras, se dio cuenta que el poblado del eclipse solar estaba lejos. La
travesía de un camino que aparece y desaparece, lo había llevado a otro lugar.
Bajó
del coche y vio entonces a su mujer, sus hijos y su mejor amigo, habían subido
en los asientos de atrás, sin que él se diera cuenta. Cogió las mantas y las
tendió cerca del tronco de una palmera. Sentó a sus hijos y a su mujer. Se fue
con su amigo a buscar leña para combatir el frío de aquella noche gélida.
Su hijo pequeño estaba temblando, su madre
lo cubría con una manta. Cuando cogió aquel tronco seco se dio cuenta que
estaba lejos. Había llegado al lugar más caliente y frío, donde su abuelo iba a
comprar pieles curtidas.
Preguntó a su amigo si tenía cerillas para
encender la yesca, entonces se dio cuenta que no llevaban nada. Miró las
piedras, la escasa vegetación que le rodeaba y se sintió impotente. La madre
seguía abrazando a su hijo, mientras los temblores del niño aumentaban.
Buscaron aceite de cabra que llevaban en
una garrafa. El padre se lo dio a su mujer para que lo frotara sobre el cuerpo
de su hijo, y lo tapara con la manta del intenso frío que caía de forma
incesante aquella noche.
Después de pasarle el aceite por todo el
cuerpo y taparlo con una manta, el niño siguió temblando. Su cuerpo estaba
helado. Sus ojos se abrían y se cerraban. Pronunciaba constantemente el nombre
de sus padres y llevaba su mano al ombligo quejándose de un fuerte dolor.
La madre sacó pequeños restos de hojas
secas que llevaba en el interior de una tela. Las machacó entre dos piedras.
Cogió el polvo, y lo batió en el agua, que echó en un pequeño vaso. Después
dijo unas palabras en voz baja, susurrándolas en los oídos de su hijo. Levantó
la cabeza del niño con la ayuda de su mano y lo obligó a beber aquel líquido de
sabor agridulce. El niño tragó un poco y
el resto se derramó sobre su cara. Ella lo limpió, mientras el padre y su amigo
estaban sentados sujetando los pies y las manos. En ese instante su cuerpo
sufría una constante turbulencia.
Después de un silencio total, se cerraron
sus ojos, se detuvieron los latidos de su corazón. El aire ya no entraba por su
nariz. La madre cayó desmayada en los brazos de su esposo. Aquel hombre que los
acompañaba, se dirigió hacia el este con sus manos pegadas y abiertas, próximas
a su boca. Iba diciendo palabras en medio del frío, mientras las palmeras iban
quedando a su espalda.
La madre seguía tendida en el suelo. Los
ojos del padre permanecían estáticos mirando la cara de su hijo y a la vez
sujetaba su brazo izquierdo que estaba caído sobre la manta. Intentaba
localizar con sus dedos, una última señal de vida que le devolviera algo de
esperanza. Empezó a soplar un aire frío y seco, las copas de los árboles se
movían. Dos bidones estaban unidos a los troncos formando una línea que servía
de cobijo en aquella tormentosa y fría noche.
Entonces levantó el cuerpo de su hijo con
sus manos y sus brazos, mientras escuchaba el llanto de su mujer. Pensó en la
tumba de su padre, larga y estrecha. Ahora tenía que enterrar al niño que le
enseñó a caminar cerca del océano, cuando observaba el agua penetrar en sus
huellas. Las lágrimas iban cayendo de sus ojos y luego recorrían sus labios.
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