domingo, marzo 01, 2020

El mártir


Por: Larosi Haidar.
Tras el primer año de negrura y terror, inyectados despiadadamente en toda alma saharaui a fuerza de violaciones, torturas y asesinatos masivos que las hordas alauitas cometían sin miramientos, parecía que se hizo un poco la luz. Engañosa, muy engañosa, pero al fin y al cabo era una luz. Lucecita. Se podía salir a la calle. Los niños podíamos jugar fuera de casa. Fui al cuarto de los trastos en busca de una pelota. Unas cuantas cajas, el armario..., y hete con lo que me topo: unas aletas. Las tomo, acaricio su suave azabache y me sumerjo aleteando en su memoria, pues no eran unas aletas cualesquiera, eran Las aletas. Sus aletas. Las aletas que él utilizaba en su entrenamiento de preparación para ser buceador con la Empresa, años atrás, antes de que España tomara las de Villadiego y llamara a esta acción de abandono Operación Golondrina. Nombre muy pertinente desde el punto de vista de la rapidez del abandono pero que, desde el punto de vista de su espíritu, debió llamarse más bien Operación Gallina.
Afortunadamente, las aletas seguían en perfecto estado y más o menos sujetaban mis pies. No como antes, cuando él estaba, que me parecían del tamaño de una tabla de surf. Recuerdo su sonrisa cómplice y su broma:
– Come algo, espera unos minutos para que te haga crecer, y verás cómo te quedan bien.
Así era él. A veces, cuando estaban con él sus amigos pasando el rato y contándose anécdotas, nosotros, los pequeños, nos acercábamos para escuchar boquiabiertos y con los ojos como boliches. No le importaba que estuviéramos, aunque, eso sí, había que respetar las normas de la hashma, que es ese pudor, respeto y discreción que todo saharaui debe guardar, especialmente en presencia de individuos de diferentes edades. Así que cuando él quería tocar un tema que no nos incumbía a los menores, nos decía con su sonrisa perenne:
– Venga niños, salid, practicad la hashma durante un minuto y luego podéis volver.
Así era él. Incluso recuerdo que tocaba la guitarra, canturreando Déjame en paz, niña, déjame del famoso cantante local de entonces, Nayem. Pero sobre todo recuerdo su felicidad y alegría cuando se casó. Fue durante las vacaciones de Semana Santa. En un día soleado y apacible, partimos todos del Aaiún, con el coche dando brincos por la destartalada carretera de Daora, para llegar al lugar de la esperada celebración: Tantán, localidad sobria y orgullosa que encabeza la entrada al desierto; ciudad saharaui amputada injustamente y entregada maniatada e indefensa al vecino Marruecos como pago por traicionar a los saharauis. Y en Tantán todos disfrutamos de la hospitalidad y el cariño de los tantaníes. Él estaba radiante. De hecho, ese fue su último recuerdo, la última imagen suya que tengo grabada en la memoria: envuelto con majestuosidad en una darraa celeste estrepitosa y repartiendo generosamente sonrisas de índigo y Rêve d'or. Luego, se fue, se nos fue al sur, se unió a las filas de los zuwar que luchaban por la liberación de la patria. Corría el año 1974.
Además de las aletas, también hallé las gafas, aunque nunca me gustaron porque me sentía incómodo poniéndomelas. Incluso me inventé un adjetivo para ellas solitas. Decía que no me gustaban porque eran escafandrosas. Supongo que su parecido con una escafandra debió ser escandaloso. En todo caso, las respeté y cuidé con cariño hasta el último día, cuando desaparecieron junto a todas las pertenencias de la familia. Un coronel del ejército de ocupación marroquí aprovechó nuestra ausencia vacacional para convertir en botín de guerra todo lo que había en nuestra casa. Un destacamento de soldados alauitas se encargaría de la faena mediante la ayuda de un camión militar GMC. Se lo llevaron todo. No se salvaron ni las gafas escafandrosas.
Y también recuerdo aquel día fatídico. Lo recuerdo como si fuese ayer mismo. La televisión marroquí no se cansaba de repetir las imágenes una y otra vez. Al parecer, había tenido lugar en Mauritania una importante batalla entre el Ejército mauritano y el Ejército de Liberación saharaui. Las imágenes mostraban a supuestos combatientes saharauis hechos prisioneros, además de cadáveres y material bélico incautado. Entre los caídos, se citaba al líder saharaui Luali Mustafa Sayed. En un primer momento, no supe qué decir ni qué creer ante las imágenes emitidas, sin embargo, pocos segundos después me quedé sin respiración. Era verdad, son saharauis. Había reconocido, entre los presos expuestos ante la cámara, al esposo de mi prima hermana Lamina.
Años más tarde, se me desgarraría el corazón al saber que entre los caídos ese día en combate se encontraba él. Él también había muerto luchando por la libertad. Había entregado lo más valioso, la vida, para que su patria fuera libre; para que todos fuéramos libres. Él, como muchos jóvenes de su generación, se sacrificó en el nombre de la libertad y se convirtió en mártir. Podría tener el nombre de cualquiera, pues fueron muchos los que siguieron la senda de la abnegación y el martirio. Su nombre era Babahmed Buchar Haidar, más conocido como shahid Harma, el mártir Harma. Era mi hermano mayor. Cuando murió, el miércoles nueve de junio de 1976, tenía veintitrés años.

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