martes, junio 08, 2010

Exilios, III. El garaje




Cada mañana, Sidi se asoma a la vida al unísono del sol. Sus treinticuatro años los vivió como mecánico de profesión. De pequeño, apenas con tres años de edad, pasaba junto a su padre largas horas en el garage observándolo todo y jugueteando con las herramientas. Íntegramente vio pasar su vida en el exilio de Tindouf, jamás se había movido de allí. Su cuerpo y su interés se amoldaron a la carrocería de un coche (cualquiera) y, precisamente no como propietario, sino como puro adulador de todo lo que les concierne. Se adjudicó su primer taller cuando tenía apenas catorce años de edad.

La vida en los campamentos se dibuja en amarillo y gris. Insinuaba para si y para sus coetáneos que las cosas son o tienen que ser tan simples como un coche, ese que es capaz –decía- de aguantar lo que le echen y nunca se queja, o sea, un “Land rover”. La vida en el garage le hizo resignarse a otra vida más allá de la mecánica.

Un sin fin de coches pasa por su taller cada día, pero las míseras ganancias que genera, nunca revertirán en una sonrisa mejor o, un perfume normal o, el más mínimo capricho. Un cúmulo de necesidades carcome su figura.

Sidi me habla de coches cuando me ve y cuando los ve y, yo le hablo de camisas bonitas; en otras ocasiones me habla de “maryas” y yo le hablo de zapatos, en otras me invita a un “atay” y yo acepto y hablamos de ello. Su olor nauseabundo me marea y me habla grotescamente, me comenta lo fantásticamente infeliz que es.

La jaima y su taller van de la mano, a ras de lo insufrible. Su conversación animada efusivamente por el humo del tabaco, que huele a asco, toma matices inciertos, no muy rigurosos, como la vida que lleva. Cosas de nula importancia y banales van llenado sus horas que, casi siempre desembocan en desaireadas discusiones, mientras tanto, alguien sirve un “atay” calentísimo, azucaradísimo que, por un instante rocía el ambiente con un silencio necesario y oportuno. La vieja tele susurra allá en la esquina y nadie le presta atención ninguna, hasta que alguien imagina oír la palabra Sahara y resuena su llamada de atención en la jaima de más allá y, todas las atenciones se vuelven al unísono al aparato que, segundos antes nadie reparaba en él, ni de reojo. Al rato alguien vocifera: Alah es grande; grande, grandísimo replica otro y así, se rompe de improviso y tajantemente con todo lo anterior. Es la hora del rezo. Todos entonces rezamos.

Al instante llega el que faltaba y después de hacer sus ademanes religiosos y humanos, se invita a una nueva ronda de “atay” y como no, una partida de “maryas” se anuncia seguidamente. De nuevo otro ambiente toma forma y lugar. Nueva discusión acecha indudablemente y. los contrincantes luego, se citaran de nuevo para otra partida y otro día, sin más ganas que las de discutir, quizás?.

De amoríos y relaciones con las mujeres, se hablas hasta la saciedad. Su olor impregna cada gesto y cada palabra, aún estando ellas más allá del llano. De alguna manera, las palabras carcomidas de Sidi y su sonrisa desagraciada, se sacio de alguna doncella y rompió el misterioso secreto de las mil y una noches de la “hamada”.

La noche manda a cada cual a su sitio que a la vez es el de todos. La gran jaima, se cierra a las tantas de la madrugada no precisamente con los inquilinos de siempre. Con el nuevo día abrirá sus puertas el garage y probablemente el primer cliente había dormido con el mismísimo dueño y los tantos siguientes ya esperaban a sus puertas.

La radio y la televisión poco han dado a los saharauis y, en la jaima y el garage de Sidi, sendos aparatos, tanto de uno como del otro tipo, se asoman indistintos con los demás enseres de las estancias. En su momento, correrán la misma suerte que las sandalias que le regalé yo: el desinterés.

Chejdan Mahmud
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Garage: Taller
Atay: Té
Hamada: desierto donde los refugiados saharauis en Tindouf, Argelia.
Maryas: barajas francesas.

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