jueves, mayo 17, 2007

La vuelta



El conductor del camión me dejó frente a una puerta enorme de hierro de una edificación, me dijo que estaba muy apurado y que no podía llevarme a la jaima donde se suponía vivía mi familia, dijo que le quedaba en la dirección contraria. “Entiendo”, le respondí. Iba con una compañera hacia otra parte, además creo que estaba ansioso, con ganas, y temía que el sol le pisara los talones. Insistió en que no tenía que preocuparme, y que podía preguntar al guardia de la garita cómo llegar a casa, y que él ya me indicaría. El muy hijo de, me dejó plantado allí, al lado de algún muro del campamento de Dajla, y a las seis menos cuarto de la mañana, a esa hora rara en la que nunca sabes qué vas hacer. La garita del vigilante estaba oscura. Yo no sabía qué decirle después de tantos años de vivir lejos en otra tierra, no sabía si decir, por ejemplo, “Salam aleikum”, el saludo, que es lo más común, o toser, mover el candado de la puerta o darle unos suaves toques a su ventana o resignarme hasta bien entrada la mañana…

Despertar al hombre de la garita, y a esa hora, me parecía mortal, sé que cuando alguien llama a una puerta a esa hora, sólo puede ser algo muy grave, extremadamente grave, porque si no, ¿qué podría ser? Es bien sospechoso llamar a una garita a las seis menos cuarto de la mañana, para que te digan dónde está tu casa. “¿Y por qué tengo que saber dónde vives?”, seguramente me diría el guardia. Si a esa hora llamas a cualquiera pasará el resto de sus condenados días maldiciendo la hora en que naciste. Y si tiene mala leche y es un tío muy devoto, y en su cerebro está alojado el insomnio, o la frustración de no dormir abrazado a su mujer o simplemente en su estera o alfombra de treinta años, probablemente en cada rezo, en cada oración de las cinco diarias, y especialmente la del almagreb, (esa oración que antecede a la noche, y es la única que siempre llega vestida de un aire misterioso) levantará sus manos al cielo y después de pedir a Dios eterna salud, larga vida, y prosperidad y quizás la vuelta al Sahara, y otras cosas inconfesables, pedirá seguramente de extra, que el sujeto que le despertó a las seis menos cuarto tenga un largo insomnio o algo parecido. Con un tipo así y con lo supersticiosos que somos en general, aunque no lo confesemos, uno se cagaría de miedo temiendo que el Altísimo le hiciera caso en su maldición. Cosas así son las que imaginaba que me podía hacer alguien que pase medio día encerrado en esa garita de adobe. En circunstancias más o menos similares, todos hemos escuchado alguna llamada de “auxilio”, pero en general nos hemos hecho los dormidos.

Miré el cielo y todavía estaba oscuro, me entraron ganas de orinar, me alejé y ¡que sensación! el sonido de una meada en un water es distinta a ésta sobre la arena. En la arena el líquido levanta una polvareda y un olor salvaje, brusco, trepa hacia la nariz y es como si te asfixiara. Aquel aire, la arena, la inmensidad daba una extraña sensación de libertad. De la meada volví decidido a hablar con el guardia, me acordé que antes de irme a Cuba, todos los que se quedaban haciendo guardia eran los viejos, y ya se sabe que los abuelos duermen muy poco, o su sueño es ligero.

Me asomé a las rejas y dije en voz entrecortada “Salam aleikum”, el sonido de mi saludo era tan bajito que me enfadé conmigo mismo por intentar ser tan educado o por molestar lo menos posible. Volví a elevar la voz y nadie respondió, me atreví otra vez y subí el tono. Nada; pensé que en la garita no habría nadie, pero tampoco vi colocado un candado. “Ese hombre debe estar allí”, pensé, “y claro que está, lo que pasa es que no se molesta en saber por qué le llaman”. Si hubiera sido cualquier otra hora yo no perdería tiempo esperando que ese “Haciéndose El Dormido”, se levantara, habría preguntado a cualquier persona “¿Dónde está Glaibat Alfula? el transeúnte me miraría con cara incrédula, extrañado, pero me lo haría saber, y seguiría preguntando hasta llegar a mi familia.

Llevaba como una hora esperando y el “Haciéndose El Dormido” ni se había inmutado...

“¡Alahu Akbar!”, se escuchaba la voz del almuédano, me sorprendió su voz, cuántos años sin escucharla, antes no anunciaban el rezo por megafonía, antes todo era más rudo, más arcaico y natural. Antes nunca habrías encontrado al guardia durmiendo fueras a la hora que fueras, eran los años de la guerra y todo estaba como encendido, como envuelto en una masa caliente, impregnado con el olor de la inminencia, esos eran los primeros años del exilio, yo tendría unos ocho o nueve años. No, no había tiempo para almuédanos por megafonía, cada uno en su jaima, en la garita, en la escuela o debajo de una talha o en la trinchera. Uno era el almuédano de sí mismo, si ese era su deseo, y en el fragor de la guerra se encomendaba a Dios, para ver otro amanecer, aunque fuera solamente, el siguiente.

Mientras yo divagaba en esos recuerdos diría que escuché un ruido en la garita, y me acerqué a las rejas. Cualquiera que me viera en esa situación, desde otro prisma u otro lado pensaría que yo estaba entre rejas y el guardia con cara de carcelero y asombro, salió cojeando para averiguar si seguía allí o me había fugado.

El carcelero o el guardia o como fuera, no me dijo nada, como si no me viese, abrió la reja y se alejó unos pasos, se sentó sobre sus rodillas y orinó, soltó un pedo tan sonoro que en vez de darme risa me sobresaltó, murmuró algo y volvió rascando su barriga. Antes de cerrar la puerta-reja, se percató de que yo existía.

-¿Cómo puedo ir a Glaibat Alfula?, le pregunté.

No entendió mi pregunta, me imagino que en los veinte años o más que llevara en esa garita nunca le habían hecho una pregunta así y a esa hora, se quedó como desconcertado. Entró y volvió. “Puedes ir andando”, me dijo, “no te puedo dejar entrar porque me voy, y ahora viene mi sustituto”.

-¿Puedo esperar para preguntarle de qué otra manera se puede ir a Glaibat Alfula?, con esta maleta no puedo ir andando.

-Mi sustituto es sordo, dijo.

-¿Sordo?, volví a preguntarle extrañado. Me pareció que me estaba tomando el pelo.

Tenía ganas de decirle que acababa de aterrizar, y que llevaba quince años sin ver a mi familia, y que un hijo de me había traído en un camión y, por las ganas de un polvo con una compañera, me había dejado allí tirado en vez de llevarme a mi casa, y que a él no le costaba nada indicarme dónde cojones estaba esa daira… Pero cómo le iba a decir yo eso a un anciano. Rendido, me recosté sobre el muro de adobe y me reconfortó el hermoso amanecer.

El guardia se fue y llegó su sustituto, el sordo. Efectivamente era sordo, pero, ¡quién lo diría!, era mi tío, el sordo.

Limam Boicha
*Foto: Saharauiak

3 comentarios:

Unknown dijo...

Hola Limam:

Me ha hecho mucha gracia tu texto ya que en abril estuve hospedado en Gleibat el fula. Al ir hacia Dajla yo me tiré media noche durmiendo dentro de un coche en el aeropuerto de Tinduf con dos periodistas iraquies que no hablaban en nada, tarde 18 horas en llegar de Rabuni a Dajla y a la vuelta precisamente te conocí cuando ibamos hacia Tinduf y te dejamos en Rabuni.

Unknown dijo...

Te mando unas letras de una cancion cantada por un gran artista vasco, Mikel Laboa, en su último disco. Un saludo.
Jabi.

Sustraiak han dituenak

Nekez uzten du bere sorterria
sustraiak han dituenak.
Nekez uzten du bere lurra zuhaitzak
ez bada abaildu eta oholetan.
Ez du niniak begia uzten
ez bada erroi edo arrubioen mokoetan.
Nekez uzten du gezalak itsasoa
ez hare harriak basamortua.
Ez du liliak udaberria uzten
ez elurrak zuritasuna.
Bere sorterria nekez uzten du
sustraiak han dituenak.


Quien allá tiene sus raíces

Dificilmente deja su lugar natal
quien allá tiene sus raíces.
Dificilmente deja su tierra el árbol;
sólo cuando lo abaten y lo hacen tablas.
No deja la pupula el ojo;
sólo en los picos de los cuervos y los alacranes.
Dificilmente deja la mar el salitre,
la piedra arenisca, el desierto.
La flor no deja la primavera,
tampoco la nieve deja la blancura.
Dificilmente deja su lugar natal
quien allá tiene sus raíces.

Anawin dijo...

Pasaba por aquí y me ha encantado el sitio.

Saludos.