domingo, diciembre 24, 2006

Un día sin papeles

Del número de otoño de la revista Ariadna R-C
Querida Familia:


Esta noche quiero escribir para vosotros, y en cierto modo también para mí, como decía Sinhué, el Egipcio. Recuerdo todavía, la primera vez que leí aquella frase al principio de la novela: “Quiero escribir para mí”, y confieso que me resultó algo extraña, dudosa, aunque en el fondo sentía que guardaba cierta sugestión.

Desde las infinitas esquinas de este silencio que reposa a mi lado, la frase adquiere un singular significado, adquiere otra connotación, se vuelve una necesidad, que a mí me gusta compartir, no como una terapia de grupo, sino como una relajante charla alrededor de una ceremonia de té.

Miro desde el cristal y veo parte del rostro de la ciudad. Desde su oscura garganta escribo. No hay paisaje que se pueda vislumbrar, sólo se ven paredes blancas y artificiales, sin espíritu, ni tiempo, sin identidad.

A veces, por la mañana cuando bajo al trabajo, extraño la inmensidad del Sáhara, el nacimiento de un día, el alegre sol que se engendra – casi siempre- con la complicidad de un Corazón de piedra rebosante de vida. Extraño aquella indescriptible imagen de la Badía, mi amada Tiris. Unas simples gotas de agua caídas del cielo, para un nómada saharaui pueden ser sinónimo de felicidad; creo que la felicidad puede estar en el lugar donde quisiéramos colocarla.

Y yo ese otro nómada, aunque elegí estar aquí, les envidio. Soy nómada de otra estirpe, de otro tiempo, voy peregrinando entre estaciones que me antojan sin nombre, con algún documento ya caducado. Ando entre papeles mojados e interrogantes de una provisionalidad que se pierde entre diferentes exilios.

La vida en el desierto fértil ahora no es más que nostalgia, un sueño despierto y fugaz, un sueño ilusorio, mientras que la realidad actual tiene otro rostro en el cual me veo y sobrevivo. No es más que la realidad de un mundo hostil, azotado por la demolición del espíritu. Un mundo que se edifica cada vez más sobre los cimientos de los spot publicitarios.

Hoy, como casi todos los días me levanté a las seis de la mañana, preparé mi comida y coloqué todo en la mochila y bajé con la esperanza de trabajar. Nadie tiene garantizado el billete, el viaje diario hacia los campos de la explotación.

La furgoneta llegó puntual y nos llevó hacia el bar “Andalucía”. Alrededor de treinta sin papeles esperaban allí la llegada del encargado. Casi todos los indocumentados estarían dispuestos a todo con tal de trabajar. Y subir en una de las furgonetas es el primer peldaño de una cadena de obstáculos, por no decir calamidades, para la supervivencia.

Una hora después llegó Darío, el temido y adulado encargado, y sin mediar palabra, ni saludo empezó a señalar con su omnipresente dedo índice a los “privilegiados”: “tú, tú y tú...”...Saltaba a algunos y volvía a señalar a otros.

La selección fue penosa, y muchos volvieron cabizbajos a sus chabolas, los afortunados a sus pisos alquilados. Acostumbrado a quedar en tierra, aprendí a sobrevivir: esconderme dentro de la furgoneta, sin ser visto. Muchas veces el control no es muy riguroso. Generalmente el encargado le da prioridad a los más fuertes a “los máquinas” a “los balas”. Hoy, como otras veces me colé sin ser visto. Salimos de Lorca en dirección Almería, a Vélez Rubio. El viaje fue largo, porque la furgoneta era un cacharro viejo y avanzaba a pasos de tortuga, casi todo el trayecto íbamos subiendo por una interminable cuesta. El paisaje era una cadena de montañas agrestes. Enormes espacios inermes, gigantescos cuerpos deshidratados, sólo de vez en cuando aparecían algunas plantaciones, y pequeños pueblos incrustados como dulces heridas en las montañas.

Llegamos a una finca, situada entre Chirivel y Vélez Rubio. Enorme finca, asentada sobre una gran elevación. Había mucho frío, probablemente estaríamos a más de 2 mil metros sobre el nivel del mar. Nadie esperaba esas temperaturas bajas en medio de una semana calurosa.

Cuando empezamos a trabajar nos comunicaron que había poco que sembrar, y estaríamos sólo hasta las dos de la tarde, aunque toda la finca estaba acondicionada para la siembra, sólo había siete carriles de metal llenos con bandejas de plantas de brócoli, recién traídos de los viveros.

Con la expectativa de terminar a las dos de la tarde, había que tratar de hacer a destajo el jornal del día: ocho horas. El aire fresco soplaba y consigo levantaba arena que estorbaba nuestro trabajo o en el peor de los casos se colaba en los ojos. Cada bandeja llevaba 165 semillas y había que regarlas sobre el bancal y volver por el mismo trayecto a sembrarlas con la ayuda de un pincho de metal. Cada vez que uno concluía con una bandeja la marcaba con lápiz tinta, y la dejaba abandonada, para recogerla al final de la jornada. A veces ocurrían disputas que desembocaban en amenazas, robos o peleas, por culpa de una misma marca, o un mismo nombre, etc. La jornada se pasaba más tiempo agachado que de pie. Y era especialmente duro estar horas y horas con el cuerpo encorvado, los ojos inyectados de sangre, y la espalda anestesiada. La sangre no circula por esa zona y cuando intentas levantarte es como si te hubieran colocado un saco de cemento encima. Sólo una increíble voluntad te permite seguir, en mi caso es por ayudarles a vosotros, y por favor no le expliquen nada de eso a mamá. Todo lo que soporto aquí es para que vivan de la manera más digna, especialmente lo hago por ella. Cuiden mucho de ella ahora que es hipertensa.

Las semillas de este brócoli están fatales, parecen recién sacadas de un frigorífico y son demasiado pequeñas. Trato de sacarlas o arrancarlas y sólo vienen las hojas, en el hueco de la bandeja se queda pegada la raíz. “Hay que golpear la parte trasera de la bandeja con el pincho, salen más fácil – grita la encargada que nos ha tocado hoy-sembrar entre los huecos, meter la planta al fondo”- vuelve a recalcar, una y otra vez.

Algunos espabilados ya han terminado dos o tres bandejas, y van corriendo en busca de más, mientras que otros como yo a duras penas intentábamos terminar la primera. Nadie hablaba, todos inmersos en su labor. La encargada supervisaba a conciencia para que todo se haga de la mejor manera. Al mínimo error te eliminaba el precio de una bandeja, y sólo el que ha trabajado allí sabe cuánto esfuerzo cuesta sembrarla., y sobre todo cuando es una tierra dura y pedregosa como esta maldita finca.

Cuando ya eran las dos de la tarde y empezamos a recoger nuestras bandejas, la encargada nos comunicó que por el camino venía un camión, y traía más plantas de brócoli para sembrar. Había derrochado toda mi energía y mis esfuerzos en función de que íbamos a acabar a las dos de la tarde, y ahora ella nos viene con otra historia.

Teníamos una hora para descansar, – que era bien poco para este tipo de trabajos-comer, estirarse las piernas, y relajar un rato la magullada espalda.

A las tres de la tarde volví al trabajo decepcionado y me sentía descaradamente engañado., y eso me hizo cansarme más. Durante las cuatro horas sólo puede hacer el precio de dos horas.

Al atardecer abrieron las mangueras de agua, y entre los bancales que sembrábamos entró agua a raudales. Se formaron pequeños charcos, y aquello parecía un pantano. El lodo nos hundía los pies dificultando nuestros movimientos. Cuando sacaba un pie el otro se quedaba atrapado. Con el pincho intentaba quitar el barro de las botas, pero al hacerlo mis manos se embarraban, y era todavía más complicado sembrar el brócoli. De nuevo intentaba avanzar en el lodazal y los pies volvían a hundirse en el barro. El fuerte viento seguía sin cesar, a veces aligeraba y otras en cambio se intensificaba. La temperatura iba bajando y el frío ya calaba en los huesos.

El sol se desplomó detrás de las agrestes montañas. La jornada ha terminado.

Volví a casa destrozado, roto. Me duché y me sentí otra persona que renacía del barro de la miseria diaria.



© Liman Boicha. Nació en el Sáhara Occidental en 1972. A los diez años fue a estudiar a Cuba, donde estuve trece años, hasta acabar sus estudios de Periodismo. A su vuelta a los campos de refugiados saharauis estuvo trabajando durante cuatro años en la Radio Nacional Saharaui. Desde 1999 vive en España y ha participado en las antologías de poesía saharaui contemporánea “Añoranza” (Asociación de Amigos del Pueblo Saharaui de las Islas Baleares, 2002), “Bubisher”. (Editorial Puentepalo. Las Palmas de Gran Canaria, 2003) y “Aaiun, gritando lo que se siente” (Universidad Autónoma de Madrid, 2006). La editorial Puentepalo de Las Palmas publicó en 2003 su poemario “Los versos de la madera”. En julio de 2005 participó en el Congreso de la "Generación de la Amistad saharaui", de la que es miembro fundador.


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