Por: Zahra Hasnaui | Fotografía El teatro
de las dunas, de Santiago Barrio
Ya estamos, la abuela ha ganado otra vez.
Mar cero, desierto uno. Decidir el destino de la excursión semanal era todo un
acontecimiento en mi familia. Tras una cruenta campaña de chantaje emocional
contra los mayores, los niños solíamos salirnos con la nuestra. Sin embargo,
una palabra de la abuela podría estropear el esfuerzo invertido durante días:
Lluvia. Últimamente, nuestro trozo del Sáhara parecía estar bendecido por los
dioses meteorológicos. Sospechoso, las malas artes de la abuela, seguro. Como
en una pesadillesca Fuentovejuna, el resto del enemigo votaba a una por el
desierto, desoyendo nuestras súplicas. Era el momento de aceptar la temida
rendición.
Rabia, más rabia e indignación. Una sola
palabra, no era justo. Me pasé el trayecto rumiando cómo sobreponerme a la
derrota. El día había empezado mal, muy mal, pero no todo estaba perdido. Si la
abuela se había apuntado el tanto, con mis hermanos podría llegar a la
victoria, o por lo menos al empate. Siempre se habían burlado de mí por
esperarles abajo en las dunas, y como castigo a mi cobardía me obligaban a
recibirles con una reverencia. Mi decisión convirtió la frustración mañanera en
impaciente alegría. No veía el momento de llegar al oasis. Después de lo que se
me antojaron horas, bajé del coche corriendo la primera hacia las dunas. Pronto
llegarían ellos, recalcando cada sílaba les anuncié mi escalada hacia la
igualdad.
Me tomé unos minutos para disfrutar de sus
caras. Demasiados. Cual heroína de pacotilla había echado el guante a lo
desconocido. Diminuta ante el infinito, mi mente no conseguía procesar nada
provechoso para tan comprometida aventura. Rebuscaba en busca de ayuda…nada.
¿Por qué no miraría para aprender su técnica? Y de repente, ese dicho repetido
hasta la saciedad: “No desprecies la fuerza del viento, de un grano hace
montañas”. Como si hiciera falta recordarlo, gracias descerebro. Ahí, a un
lado, estaba mi Himalaya: la duna más grande del desierto, al otro mis primos y
hermanos retándome a bajarla haciendo la salchicha. In crescendo canturreaban:
la ni-ñi-ta no puede, la ni-ñi-ta no puede…Fue tan hiriente el tono que en
vista del eficiente socorro neuronal tuve que recurrir al coraje. Ad astra per
aspera. Cerré los ojos y me dirigí hacia las estrellas, de una u otra forma.
Según me tragaba la duna, entendí el sentimiento de indefensión ante una
tormenta del desierto mucho mejor que cualquiera de las descripciones
familiares. Rodando, rodando y rodando, la impericia me llevó de bruces al
charco del pie de la duna. Maldita lluvia. Me erguí, enfangada en agua y tierra
roja, en espera del merecido premio. Fue mejor de lo que esperaban: la
reencarnación femenina del Bigfoot. Mi facha no tendría desperdicio a juzgar
por la cara de espanto, seguida de la risotada cruel. Una obra maestra de arte
grotesco, en cada una de sus acepciones. Completaban el cuadro la respiración
ruidosa y las convulsiones por liberar los pulmones hasta vomitar. Cuando conseguí
despejar la niebla física y mental, fue demasiado tarde. En ningún momento, los
muy machitos, habían pensado en considerarme su igual. Y lo peor estaba por
llegar. La confirmación ante todos de la opinión de la abuela: “Esta niña es
imposible, ni coser, ni cocinar, ni nada útil sabe. Todo el día con esos libros
extranjeros. Le han absorbido el poco seso que tenía.” El Himalaya me había
amputado el orgullo, no iba a permitir que la abuela lo extirpara.
Afortunadamente, el agua traído en barriles
de la ciudad estaba lejos de las jaimas, bajo unas acacias para mantenerlo
fresco. Mi resentida dignidad me arrastró hasta ellos consintiendo que nadie me
viera. No osaría mostrar en qué se había convertido su hermoso peinado, ni el
resto de mi cuerpo. Ante todo tenía que taparme el pelo. Esa mañana la abuela
se había sentido especialmente orgullosa de la tarea de desenredarlo, los
chorretones en el cuello me confirmaron la inusitada dosis de aceite. Qué raro,
ella nunca se equivocaba en las medidas. Tomé su error como un pequeño triunfo.
Cuando por fin llegué a los barriles, el sol había transformado el barro en
arquitecturas imposibles en mi abundante cabellera y la arena me pellizcaba el
cuello como un ejército de hormigas soldado. Con mucha dificultad, absorbí de
la manguera agua suficiente para lavarme la cara y extremidades. Me envolví
hasta desaparecer en una vieja melhfa rescatada de entre los barriles y me
senté a ayudar a cortar la carne. Apenas podía ver pero al grito de “niña, los
dedos!” moví la melhfa el milímetro estrictamente necesario para no volver a
llamar la atención. La abuela trajinaba obviando mi reacción. Había dejado de
seguir a los chicos para unirme a ellas, me había puesto una melhfa y estaba
haciendo algo en beneficio no sólo propio. Ella era omnisciente y omnipresente,
sabía qué hacíamos en todo momento con detalles aterradores. ¿Cómo es que no se
acercaba a decirme algo? ¿Cuándo caería sobre mi lastimado cuello la espada?
¿Lo dejaría para el té de la sobremesa? “¡Niña!, pero, ¿cómo esperaban que me
concentrara con esta tensión? Me levanté y salí para aliviar la asfixia.
Mientras aspiraba el aroma de las flores
como si se fuera a acabar, me fijé por primera vez en su variedad. Verde, rojo,
violeta y amarillo pintaban el triste ocre bajo la luz del mediodía. Me
entretuve dejándome acariciar por los pétalos de las gartufas. Un tamcayut me
sobresaltó al posarse en un arbusto de zawaya cercano; le seguí con la
intención de tocar su cresta punky. La carrera me llevó hasta las palmeras del otro
oasis, y me encaramé para coger unos dátiles tempranos. Cuando quise volver
habían pasado horas y estaban a punto de comer. Por una vez, la abuela no dijo
nada. Consideraría que de momento mi arrogancia tuvo suficiente lección, y
ella, sin pretenderlo, había conseguido su objetivo. Una sonrisa maliciosa
acompaño su habitualmente enigmático rostro el resto del día. ¿Sin pretenderlo?
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