lunes, febrero 01, 2021

El Hombre del Norte



Por: Limam Boisha
La tormenta abrió el día, los anfitriones no pudieron agasajar al ilustre visitante con los dos cuencos: uno lleno de leche de camella y el otro de dátiles. El cuenco de leche es símbolo de buenos deseos. Paz líquida que se ordeña y es ofrenda. El dátil es el fruto sagrado, la semilla que nutre, el complemento perfecto.
Dicen que el viento de arena que siempre acompaña esas visitas es el espíritu de un lamento colectivo que alza la voz y se viste de tormenta y es también azar desnudo, en su eterna fuga, que vuelve y se va.
Esa mañana los refugiados llegaron de todas partes, y como hogueras alumbraron ese trozo de desierto, donde iba a ser recibido El Hombre del Norte.
Rama de dolor es la anciana que permaneció sentada horas y horas encima de una piedra pintada de cal con su rosario de ébano, latido de plegarias y ruegos, para narrar su épica de sobreviviente. Al borde del camino un grupo de niños esperaba con sus darráas blancas. El pelo de las muchachas de túnicas negras y nila sembrado de coloridas perlas danzaba agitado por la furia del viento.
La tormenta afeaba el día, tanto si aflojaba como si se intensificaba. Arrugaba los rostros, cegaba las gargantas y aplacaba los gritos de la multitud. La arena se colaba en los ojos, entre los dientes, en los oídos, en los pliegues de la ropa. Alcanzaba los poros, se filtraba por las venas y batía en el reseco cuenco de la mente los sueños y los secretos.
Y llegó El Hombre del Norte la fuerza de su Pájaro de Hierro, levantó un rabo de tempestad que cubrió más si cabe, el apagado camino. Bajó y ajustó bien sus gafas, también lo hizo su mujer que estaba a su lado. Caminaron sobre esa tierra prestada, alfombra de arena y piedras.
– “Dios mío, ¿quién puede sobrevivir aquí?”
El pensamiento de la dama anidó una fracción de segundo. Enseguida lo apartó como una mosca por temor a incubar en su mente un destello de compasión.
El séquito de trajes y corbatas, cruzó el mar de olas verdes, blancas, rojas y negras. Cruzó tropas y armas. Hombres de pie encima de sus dromedarios. Cruzó rostros, simples rostros sin badía, deshojados, abrasados por la sal del destierro y hermosos y tristes y desafiantes y alegres y misteriosos. Cruzó manos que sonreían en el aire y dedos que raspaban las escamas del viento.
Al final del camino el visitante bajó de su lujoso coche y saludó a los ancianos vestidos todos con sus mejores darráas y turbantes de sombra y sed. Saludó a una fila de cataratas y venas ya temblorosas, que le miraban directamente a los ojos: "no somos una herida pequeña, somos una herida".
Dentro de la gran jaima habló y arañó más concesiones y ni siquiera probó la leche y los dátiles. Sólo trajo tormenta y se fue.

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