Por: Limam Boisha
La tormenta abrió el día, los anfitriones
no pudieron agasajar al ilustre visitante con los dos cuencos: uno lleno de
leche de camella y el otro de dátiles. El cuenco de leche es símbolo de buenos
deseos. Paz líquida que se ordeña y es ofrenda. El dátil es el fruto sagrado,
la semilla que nutre, el complemento perfecto.
Dicen que el viento de arena que siempre
acompaña esas visitas es el espíritu de un lamento colectivo que alza la voz y
se viste de tormenta y es también azar desnudo, en su eterna fuga, que vuelve y
se va.
Esa mañana los refugiados llegaron de todas
partes, y como hogueras alumbraron ese trozo de desierto, donde iba a ser
recibido El Hombre del Norte.
Rama de dolor es la anciana que permaneció
sentada horas y horas encima de una piedra pintada de cal con su rosario de
ébano, latido de plegarias y ruegos, para narrar su épica de sobreviviente. Al
borde del camino un grupo de niños esperaba con sus darráas blancas. El pelo de
las muchachas de túnicas negras y nila sembrado de coloridas perlas danzaba
agitado por la furia del viento.
La tormenta afeaba el día, tanto si
aflojaba como si se intensificaba. Arrugaba los rostros, cegaba las gargantas y
aplacaba los gritos de la multitud. La arena se colaba en los ojos, entre los
dientes, en los oídos, en los pliegues de la ropa. Alcanzaba los poros, se
filtraba por las venas y batía en el reseco cuenco de la mente los sueños y los
secretos.
Y llegó El Hombre del Norte la fuerza de su
Pájaro de Hierro, levantó un rabo de tempestad que cubrió más si cabe, el
apagado camino. Bajó y ajustó bien sus gafas, también lo hizo su mujer que
estaba a su lado. Caminaron sobre esa tierra prestada, alfombra de arena y
piedras.
– “Dios mío, ¿quién puede sobrevivir aquí?”
El pensamiento de la dama anidó una
fracción de segundo. Enseguida lo apartó como una mosca por temor a incubar en
su mente un destello de compasión.
El séquito de trajes y corbatas, cruzó el
mar de olas verdes, blancas, rojas y negras. Cruzó tropas y armas. Hombres de
pie encima de sus dromedarios. Cruzó rostros, simples rostros sin badía,
deshojados, abrasados por la sal del destierro y hermosos y tristes y
desafiantes y alegres y misteriosos. Cruzó manos que sonreían en el aire y
dedos que raspaban las escamas del viento.
Al final del camino el visitante bajó de su
lujoso coche y saludó a los ancianos vestidos todos con sus mejores darráas y
turbantes de sombra y sed. Saludó a una fila de cataratas y venas ya
temblorosas, que le miraban directamente a los ojos: "no somos una herida
pequeña, somos una herida".
Dentro de la gran jaima habló y arañó más
concesiones y ni siquiera probó la leche y los dátiles. Sólo trajo tormenta y
se fue.
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