Por: Limam Boisha (Abril 2014). Ilustración de
Roberto Maján
Los pronósticos del tiempo hablaban de una
fuerte nevada. Bahia decía: “que venga la nevada, que venga. Somos hombres del
desierto y queremos ver una nevada de verdad”.
Y llegó la nevada. Era una lluvia blanca.
Miles, millones de sacos de harina vaciados por una mano invisible desde el
cielo, para llenar la tierra de blancura. Esa era la imagen que volaba por mi
cabeza. Aquella nevada parecía que iba a enterrar la ciudad entera. Y en dos o tres horas sepultó a coches,
calzadas, casas, calles, autovías. Caía tanta nieve que las cámaras
fotográficas que utilizábamos no captaban la nieve, sino unos hilos blancos formando
enredaderas y estropeando las instantáneas.
Fuertes rachas de viento y remolinos de nieve
golpeaban los muros y los cristales de las ventanas. Así caía la nieve mientras
cenábamos todos los invitados en casa de la profesora Michelle Hamilton. Y así
continuó cuando cada uno de nosotros estaba ya en su cama soñando quizás con
tanta blancura en medio de la noche.
Por la mañana, cuando miré por la ventana, no
podía creer que se fuera a celebrar el Seminario sobre el Sahara. Ni pensé que
fuera a salir alguien de su casa. Para nada. Pero a las cinco de la mañana ya
las maquinas quita nieve estaban despejando las calles. Y dos horas después
había muchos transeúntes y el tráfico era fluido. La vida seguía su curso.
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