Por: Ali Salem Iselmu | 04 de julio de 2016
Cuando la conocí me impactaron sus ojos, su
determinación y la fuerza de sus palabras. Ella habla siempre desde el corazón
y con mucha tenacidad. Su hijo, el hijo que ella perdió aquella fatídica noche,
cuando fue atacado brutalmente en el
portal de su casa. Primero le lanzaron una piedra al pecho, luego lo
arrastraron por toda la calle y al final uno de los agresores le clavó una
tijera en el cuello. Él quería ser libre, y delante de todos, siempre levantaba
su mano derecha, haciendo con sus dedos la señal de la victoria. Recitaba unos
versos del poeta tunecino Abu Kasem Alchabi en los que siempre decía: “si un
día el pueblo aspira a la vida, inevitablemente desaparecerán las oscuras
noches, inevitablemente serán rotas las cadenas”.
Su madre conocía de sobra, sus discusiones
en el aula, cuando se negaba a aceptar el contenido de las clases de historia,
rechazaba el mapa que le dibujaban en la pizarra y quedaba con sus amigos para
organizar manifestaciones en los que reclamaban el fin del asedio, la ocupación
y la represión.
Era una situación de angustia y dolor, en
la que todos los días ella recibía insultos, por defender a su hijo, por
inculcarle los valores de la resistencia y la dignidad. Con él recorría la zona
de Imrikli donde sus antepasados sembraban cebada y la repartían de forma
solidaria entre los distintos miembros de su comunidad.
Nunca una madre había luchado tanto,
enfrentando el hambre, la sed, el frío y el calor, ante la mirada de los
verdugos que pasean impunemente, después de haber perpetrado un crimen
deleznable, arrancando la vida de un joven que quiso derrotar el miedo, que se
respira en las calles de su ciudad.
Cuando aquella ambulancia lo llevó al
hospital, escoltado de un furgón policial, Haidala se desangraba poco a poco.
El médico de guardia le cosió la herida, sin desinfectarla. Quería que se
apagara para siempre.
La policía aún no satisfecha, lo trasladó
al calabozo para seguirle interrogando y torturando. Su cuerpo herido estaba
lleno de sangre y pus, tuvieron que drenarlo para extraerle el líquido
infectado. Era ya demasiado tarde, para un cuerpo agotado y lleno de dolor.
Los ojos de Haidala se apagaron al igual
que los pálpitos de su corazón, se despidió del mundo que permitió su muerte,
permitió su agonía.
Soñó que la tierra era suya, y en una plaza
llena de gendarmes volvió a dibujar las huellas de sus abuelos. Hombres
indomables, guerreros del desierto, dueños de la lluvia que nace de las nubes.
Su madre, la madre coraje. Abandonó sus
padres, su ciudad y decidió peregrinar en busca de justicia. En sus pancartas
dibujó el rostro joven de su hijo y con su voz reclamó justicia a un mundo
lleno de pusilánimes, de hombres de traje y corbata que se niegan a condenar un
asesinato que ha destrozado la vida de una mujer, a ella que enseñó a sus hijos
a ser libres y a no claudicar nunca, frente a la mentira y a la usurpación de
su dignidad.
Cuando en el interior de una madre hay una
herida profunda que guía su corazón, tarde o temprano, llegará una razón
poderosa que derrotará los argumentos del silencio y el horror.
En tú plaza
en la plaza que alzó
tu voz,
te vimos atrapado
cercenado tu cuerpo.
La sangre salía,
una madre gritaba,
el silencio
las miradas
las largas calles.
El sol se ocultó
detrás de una sombra
no supimos de Haidala.
Al igual que muchos
lo dejarán sin nombre
borraran su historia
la historia de tantos hombres
que nacieron mirando
la luz de la luna
recorrer sus cuerpos.
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