jueves, agosto 22, 2019

Tiris en el recuerdo. Un poema de Ali Salem Iselmu


En el recuerdo permanecen quietas,
las entrañas del Tiris,
su cielo vibrante de estrellas
sus dunas blancas
sus cumbres oscuras.

Del Tiris nació la arena
el agua transparente,
el viento que penetra en la tierra
y hace cantar a las montañas.

Los diablos y diablesas
son lagartos,
que hablan mirando la luna
en busca del calor del fuego.

martes, agosto 20, 2019

Malada. El Sahara y nada más


Texto y foto: Mohamidi Fakala, escritor y periodista que escribe desde los campamentos de refugiados saharauis en el sur de Argelia. 
Cuatro óleo de M. Moulud Yeslem
Malada nunca se paró frente a una administración pública para tramitar papel alguno. No los necesitaba, porque le bastaba con ser una saharaui, motivo que esgrimía para residir en un palmo de tierra liberada.

Cuando se recrudecieron los enfrentamientos entre los saharauis y los marroquíes allá por los años ochenta a sus padres casi les alcanzaban los obuses en el interior de la jaima. Por tal motivo, se vieron obligados a refugiarse en las cercanías de la ciudad argelina de Tinduf. Sin embargo, Malada se encargó del cuidado de los rebaños de cabras en la parte oriental del Sahara, a pesar del peligro que suponía su permanencia a solas en el desierto. Por tanto, la destreza de esta mujer no se limitaba únicamente a la manera con qué regía el pastoreo de los animales que llevaban la marca de fuego del longevo padre, Ali Salem Hmad, que le había encargado responsabilizarse de ellos, antes de partir hacia otras tierras lejanas. En la zona de Zemur, hoy en día, Malada es conocida como una mujer estoica, valiente y entregada.
La vivienda saharaui en la que residía desde hace ya más de tres decenios miraba, como es tradicional, hacia el sur y los rayos del sol incidían en el interior de una jaima que albergaría no más de cuatro personas. Un hogar reducido, ligero y de pocos utensilios, los necesarios. Pero todo se ajustaba a un orden milimétrico, bajo el caballete de madera del que se colgaba un odre rellenado con agua fresca. Un cuadro que dejaba al visitante inmerso en la obstinada calma del desierto. La señora salía y entraba, faenando incansable, y el cayado dorado en la mano hasta que el sol se perdiese en las tinieblas de los mares. El asno, el perro y las cabras representaban para ella la mejor compañía, tanto en tiempo de fertilidad como de sequía. El olor del arsa, estiércol, de la majada era bien notable en las cercanías.
La jornada no llegaba a su fin hasta que regresaban los rebaños, a toda prisa, de los parajes donde apacentaban. Malada, una beduina de carne y hueso escueta en el habla, al tomar la palabra hacía énfasis en todo aquello que le gustaba al son de un indetenible ademán de manos. No renunciaba a la serenidad del desierto con facilidad, una elección de vida o muerte. Esa era la promesa hasta que todo tocase fondo definitivo. Hablaba, sin tapujos ni miramientos. Y de niña a mujer había aprendido con el ensueño de un hada solitaria los difíciles entresijos de un mundo implacable. Es cierto que Malada no poseía alas para volar. Sin embargo, tenía puestos los ojos en el cielo, persiguiendo en qué horizonte caerían las últimas gotas de las nubes. La tierra, el cielo y los animales se reunían con esmero bajo la senda nómada de Malada.
Mujer ya de edad avanzada, no mostraría atisbo alguno de desilusión en el rostro a pesar de la difícil tarea que se le había encomendado. En cambio, las huellas de los años eran más que evidentes en el enjuto cuerpo tostado por el sol y las soledades. El tiempo le había enseñado que los infortunios de la vida  en el desierto solo se podrían superar con la constante movilidad de un lugar a otro, excepto en días cálidos, cuando la sombra y el agua se convirtiesen en un vergel desconocido. Malada beatifica el alma con tranquilidad para poder superar las inclemencias que imponía, a veces, la naturaleza del desierto. Una mujer descomunal. Se llamaba Malada.

sábado, agosto 17, 2019

'La luz de cuatro velas en el Sahara' – reciente obra del escritor saharaui Ali Salem Iselmu Abderrahaman

Fadel Jalifa

LIBROS Y LECTORES
la editora Ediciones Wanafica en su pagiana web, destaca comentarios de lectores que hayan disfrutado de libros de autores saharauis. 
–– Comentario de Cristina Orwell (IG: @cristinaorwell)
"Lo que a nuestro ojos parece igual y estéril, guarda muchas diferencias. Dicho de otra manera, en la sabiduría popular saharaui, "un viejo sentado muchas veces ve lo que no puede ver un joven de pie". Antes de hablar hay que observar y aprender a escuchar el silencio, de allí nace buena parte de nuestra sabiduría".
Marta es una niña saharaui con muchas dudas respecto a su origen, el por qué de su nombre tan diferente al de sus amigas y de por qué siempre ha sido criada también en español. Aprovechando el amor de la niña por viajar y conocer la variedad étnica de nuestro planeta, su abuelo Sidati toma este precedente para hacer viajar a Marta por sus orígenes.
El anciano traslada a la niña y al lector a tres extremos de la tierra para así explicarle su origen y las distintas culturas y costumbres que coexisten en el mundo, todas ellas con pilares fundamentales en común.
Dentro de cada una de las estas "velas", que no son más que divisiones, se nos cuentan numerosos relatos breves que nos acercan a las distintas culturas tales como es el caso de la joven Alia en el desierto del Sahara, los paseos de Taleb por los malecones de La Habana o el hogar de Antonio en una región española.
Entre los relatos hay historias realmente conmovedoras que más allá de nuestro lugar de procedencia, sea España, el Sahara, Cuba, Jordania o Japón, todos somos iguales y compartimos muchísimas semejanzas, la constante mezcla de culturas, religiones, creencias y costumbres son los que nos dotan de gran riqueza. Considero este mensaje de una relevancia vital, más aún en la realidad en la que vivimos donde parece que hemos olvidado los tesoros que aporta la diversidad y que en algún momento todos hemos tenido un antepasado común.

jueves, agosto 15, 2019

Tiris y los versos profundos


Por: Ali Salem Iselmu
Los galaba[1] de Tiris[2] son una expresión genuina de una tierra que nos da la bienvenida desde los galb[3] de Agzumal[4] y Tagzumalet[5]. La lluvia esta vez solo ha bañado la parte sur de ese inmenso desierto, cuyo askaf[6] y el agua de sus pozos sirven de sostén a los animales.
La arena blanca y fina es transparente, y las montañas de color negro y macizo son sus puntos de referencia, mientras las caravanas de camellos cruzan de forma desesperada hacia Agüienit[7], Dugech[8], Faleklak[9[ y Kerachiat[10]. Esta vez la lluvia ha caído en la parte sur de Tiris y hacia allí los nómadas se han dirigido como lo han hecho sus antepasados; buscan las yerbas y las plantas que devolverán a su ganado la energía perdida durante los duros meses de verano en el que la vida depende exclusivamente del agua. 
Recorrer la tierra de Tiris es imaginar al gran poeta y erudito Chej Mohamed El Mami cantarle su famoso verso en el que nos dice:
Tiris no acepta las mezclas
y si acampo en otro lugar diferente,
allí están los Galaba de Mades[11] y Tangat[12]
y la poesía sobre sus cumbres.
Los lagartos conocidos en lengua hasania[13] como dab[14] proliferan con la lluvia al igual que las cabras y los camellos, los beduinos te ofrecen la leche recién ordeñada en preciosos cuencos de madera, y la luz de las estrellas te devuelve al pasado que inspiró a muchos hombres que regaron con su canto la historia de una tierra al que acudían los nómadas de diferentes zonas del Sáhara, buscando la lluvia y el pasto para sus animales.
Leyuad[15] conocida como la cueva del diablo, se encuentra situada a unos 16 kilómetros del muro de la vergüenza que divide el Sáhara Occidental y en su entrada las plantas de acacias y de atil[16] están verdes, mientras la planicie que la rodea se encuentra seca.
Existe una historia que cuenta que Leyuad es la capital de Tiris, es el punto al que se dirigen los hombres que buscan refugio y descanso en su cueva y se sienten a contemplar las dunas que se forman a su alrededor, mientras el viento que sopla desde el norte crea un precioso eco en la montaña que se mezcla con la voz de los hombres y animales que buscan su magia.
Así transcurre la vida de los nómadas que siguen buscando el inexplicable milagro del agua en el cielo, siguen pidiendo baraka[17] a las nubes que han dado vida a sus rebaños y plantas.
-------------------------
1. Montañas formadas de rocas, características del relieve del Sáhara.
2. Región que se encuentra en la parte sur este del Sáhara Occidental.
3. Es singular de  montaña de roca en hasania, la lengua que hablan los saharauis.
4. Es el nombre de una montaña que quiere decir león en lengua bereber.
5. Es el nombre de una montaña que quiere decir leona en lengua bereber.
6. Arbusto que crece en la planicie y lo consume mucho los dromedarios.
7. Parte sur-este del Tiris, cerca de la frontera con Mauritania, que cuenta con varios construcciones entorno a un pozo de agua donde bebe el ganado.
8. Conjunto de montañas que se encuentran situadas en la zona sur de Tiris.
9. Zona plana con pocas acacias y muchos arbustos que se encuentra en la zona sur de Tiris.
10. Zona de Tiris que se encuentra con la frontera de Mauritania.
11. Montaña que se encuentra en el límite de Tiris con Adrar Sutuf, zona sur-oeste del Sáhara Occidental.
12. Montaña que se encuentra en el límite de Tiris con Adrar Sutuf, zona sur-oeste del Sáhara Occidental.
13. La lengua-dialecto que se habla en el Sáhara Occidental y Mauritania.
14. Es un lagarto típico del Sáhara Occidental.
15. Conjunto de montañas que se encuentra en la zona centro de Tiris.
16. Planta característica del Sáhara cuyos palos usan los nómadas para limpiarse los dientes.
17. Es un término de la lengua árabe relacionado con la suerte y la gracia.

jueves, agosto 01, 2019

Muerte a la intemperie


Texto: Ali Salem Iselmu. Ilustración: Fadel JalifaCuando salió de su casa aquella noche de verano sabía que no iba a volver. En una pequeña caja llevaba sus objetos de mayor valor y los guardaba para que nadie pudiera verlos. Antes de dejar su tierra, miró el horizonte para captar la luz de la luna con sus ojos. Las piedras afiladas de la llanura, eran extrañas estatuas que iba observando. El coche que conducía, buscaba de forma desesperada un pequeño poblado en el que vio por primera vez un eclipse solar.
A medida que se alejaba, una extraña nostalgia lo dominaba. El paisaje cambiaba. Los árboles empezaban a escasear y las temperaturas subían unos cuantos grados. La brisa del mar que penetraba en su ciudad, estaba lejos. Aquellas flores con pétalos amarillos que solía regalar a sus amigos, las había dejado en su jardín, expuestas al paso inevitable del tiempo.
Delante de sus ojos, vio la tierra cubierta de una extraña capa de color oscuro que le recordaba los caminos que recorría de pequeño.
Cuando llegó a la meseta seca y salda. Sus ojos se cerraron. Todo el miedo que sentía cuando dormía de noche cerca de las tumbas de sus antepasados, era un recuerdo lejano. Estaba ahora frente a una tierra agrietada de color rojizo. En su interior se veían restos de caracoles fosilizados.
La ciudad de paredes blancas, y de casas anchas, no estaba ya a su alcance. Cuando llegó a aquel pozo rodeado de palmeras, se dio cuenta que el poblado del eclipse solar estaba lejos. La travesía de un camino que aparece y desaparece, lo había llevado a otro lugar.
 Bajó del coche y vio entonces a su mujer, sus hijos y su mejor amigo, habían subido en los asientos de atrás, sin que él se diera cuenta. Cogió las mantas y las tendió cerca del tronco de una palmera. Sentó a sus hijos y a su mujer. Se fue con su amigo a buscar leña para combatir el frío de aquella noche gélida.
Su hijo pequeño estaba temblando, su madre lo cubría con una manta. Cuando cogió aquel tronco seco se dio cuenta que estaba lejos. Había llegado al lugar más caliente y frío, donde su abuelo iba a comprar pieles curtidas.
Preguntó a su amigo si tenía cerillas para encender la yesca, entonces se dio cuenta que no llevaban nada. Miró las piedras, la escasa vegetación que le rodeaba y se sintió impotente. La madre seguía abrazando a su hijo, mientras los temblores del niño aumentaban.
Buscaron aceite de cabra que llevaban en una garrafa. El padre se lo dio a su mujer para que lo frotara sobre el cuerpo de su hijo, y lo tapara con la manta del intenso frío que caía de forma incesante aquella noche.
Después de pasarle el aceite por todo el cuerpo y taparlo con una manta, el niño siguió temblando. Su cuerpo estaba helado. Sus ojos se abrían y se cerraban. Pronunciaba constantemente el nombre de sus padres y llevaba su mano al ombligo quejándose de un fuerte dolor.
La madre sacó pequeños restos de hojas secas que llevaba en el interior de una tela. Las machacó entre dos piedras. Cogió el polvo, y lo batió en el agua, que echó en un pequeño vaso. Después dijo unas palabras en voz baja, susurrándolas en los oídos de su hijo. Levantó la cabeza del niño con la ayuda de su mano y lo obligó a beber aquel líquido de sabor agridulce.  El niño tragó un poco y el resto se derramó sobre su cara. Ella lo limpió, mientras el padre y su amigo estaban sentados sujetando los pies y las manos. En ese instante su cuerpo sufría una constante turbulencia.
Después de un silencio total, se cerraron sus ojos, se detuvieron los latidos de su corazón. El aire ya no entraba por su nariz. La madre cayó desmayada en los brazos de su esposo. Aquel hombre que los acompañaba, se dirigió hacia el este con sus manos pegadas y abiertas, próximas a su boca. Iba diciendo palabras en medio del frío, mientras las palmeras iban quedando a su espalda.
La madre seguía tendida en el suelo. Los ojos del padre permanecían estáticos mirando la cara de su hijo y a la vez sujetaba su brazo izquierdo que estaba caído sobre la manta. Intentaba localizar con sus dedos, una última señal de vida que le devolviera algo de esperanza. Empezó a soplar un aire frío y seco, las copas de los árboles se movían. Dos bidones estaban unidos a los troncos formando una línea que servía de cobijo en aquella tormentosa y fría noche.
Entonces levantó el cuerpo de su hijo con sus manos y sus brazos, mientras escuchaba el llanto de su mujer. Pensó en la tumba de su padre, larga y estrecha. Ahora tenía que enterrar al niño que le enseñó a caminar cerca del océano, cuando observaba el agua penetrar en sus huellas. Las lágrimas iban cayendo de sus ojos y luego recorrían sus labios.