Testo de Bahia MH Awah
Tenía un baúl de metal de esos azules que
usaban las productoras para guardar y trasladar los materiales frágiles, y que en el Sahara le llaman sandug lehdid,
lleno de libros. Había de religión, manuscritos de poesía y tratados sociológicos.
Mi curiosidad a veces me llevaba a abrir el baúl, y ahí solo observaba libros
encuadernados con piel y bien adornados con geometrías tradicionales de colores
rojos, negros y amarillos. Me llamaban la atención pero como ella cada vez que
iba a cogerlos, lo primero que hacía era lavar sus manos, posarlas sobre una
limpia y fina tierra cristalina y luego las pasaba por su rostro como si estuviera
rezando. Este ritual que ella practicaba
me hacía entender que no podía tocar aquellos libros. Lo tenía muy claro ya que
pasaba el día jugando en la arena llenándome de polvo.
Pero la curiosidad de un niño beduino me
devoraba infinitamente. ¿Por qué mi madre guardaba cuidadosamente esos libros? Yo
por entonces no veía su valor. No eran algo material de valor inmediato como
una túnica, una tela, un turbante, un pilón de azúcar, un talego de té, de
arroz o de grano. Cuando empecé a los cinco años frecuentar por primera vez las
clases de louh[1]
de un mrabet[2]
que daba clase muy cerca de nuestra jaima, volví a ver aquellos baúles azules
repletos de libros en la casa de Uld Beddi. Entonces pude entender para qué
servían a mi madre. Para guardar como poeta y erudita sus inmaculados libros. La
recuerdo, imbuida en la lectura de libros tan viejos que sus páginas caían cada
vez que los abría. Algunos eran de la poesía preislámica, de Imru Qais, Qais Ibnu
Al Mulauah y otros. No recuerdo con certeza los títulos pero le prestaba
atención cuando ella los leía con voz suave y modulada. Así me fui familiarizando
con los nombres de Majnun Laylá, Qais Ubnu Al Mulawah y con los manuscritos de
clásicos saharauis como Uld Tolba, Salama Uld Eydud y Yedehlu Uld Esid, entre
otros.
Los viernes eran sus días de lectura y
buscaba estar sola hasta que alguien de la familia le interrumpiera con la hora
del té al mediodía, o con la aparición de mi padre preguntándole de alguna cosa
con voz grave. Leía unos tratados sociológicos de la jurisprudencia islámica como
Dalil Al Bujari[3], o Dalailu Al Jairat, recopilación de selectos
versículos que oran por el profeta Mahoma y recogen pensamientos de conducta
social atribuidos a él.
En esta semana en toda España se ha
celebrado el día del libro, San Jordi en Cataluña, La Noche de los Libros en
Madrid, las lecturas continuadas del Quijote o la entrega del Premio de
Cervantes. Y precisamente el 23 de abril recibí un correo de una amiga
académica estadounidense en el que me daba una noticia sobre uno de mis libros
“La maestra que me enseñó en una tabla de madera” que no podía ser más
oportuna, un indiscutible homenaje a mi madre, “La maestra”. Sentí que
dialogaba con ella sobre la buena noticia, volví acordarme del baúl azul, de
sus manuscritos, de sus libros y del ritual cuando se aseaba para tocar sus
inmaculados libros.
[1]
Tabla de madera de color castaño oscuro con la que aprenden a leer los niños en
la cultura del Sahara Occidental y en Mauritania.
[2]
Maestro que da clases de iniciación en la lengua árabe y posteriormente en la
memorización de pasajes del libro del Corán.
[3]
Libro que recoge palabras del profeta Mahoma recopiladas por teólogos que
pudieron registrar a través de notables que memorizaban su pensamiento.
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