Un día recorrí el municipio alcarreño de Píoz, en busca de un coche. Lo necesitaba para mi trabajo de guarda, ubicado en un bosque cercano a aquel pueblo.
Buscaba un Nissan Patrol todoterreno o Mercedes Benz 190, que junto al Land-rover, son los más usados en el Sahara. El primero por su gran potencia y el segundo, por su consumo económico del combustible.
Mientras rondaba las calles desérticas, encontré un Nissan 2000 de color blanco, aunque no era de los modelos que buscaba ni me valía para llevarlo a mi país una vez terminado mi contrato de trabajo. Me cautivó su hermoso aspecto y una fuerza superior a la mía, me hizo marcar los números inscritos en un papel visible en las lunas del coche, que anunciaban los datos del vendedor.
-Ya veo que tu coche tiene un precio de 1800€, ¿me lo podías dejar en 1500€?- le dije por teléfono al dueño
- Espérame, voy para allá, ahora mismo hablamos – me respondió mi interlocutor
El propietario del Nissan era un joven inmigrante llamado Basilio. Me saludó asegurándome que el coche se encontraba en un perfecto estado. Creí sus palabras y le acompañé a una gestoría cercana, donde hicimos la transferencia y el contrato de venta. Me entregó las llaves del automóvil, me tendió la mano sonriente y desapareció como un relámpago.
Caminé contento hacia mi nuevo coche, el primero en España y lo puse en marcha. En la carretera descubrí que me había engañado aquel señor. La primera marcha estaba deteriorada y el contador de kilómetros no funcionaba.
Volví a buscar a Basilio, pero no lo encontré, apagó su teléfono y desapareció del pueblo. Me dirigí a la comisaría de policía para hacer una denuncia por estafa y los policías me explicaron que al no figurar en el contrato de venta la condición de devolución del coche en caso de la aparición de una avería oculta, perdería mi derecho a una reclamación.
Acepté esta difícil situación y con mucha paciencia empecé a circular en estrechas calles y aparcar en pequeños huecos entre coches. Varias veces rocé algunos y una vez circulé en dirección contraria, ocasionando un atasco en el tráfico, pero tuve el valor de corregir mi error de forma rápida, ignorando los pitidos de los conductores enfurecidos y retirándome antes de que se presentara la policía.
Estaba acostumbrado a conducir en el inmenso desierto, atravesando ríos, dunas y montañas, donde circulaban coches que eran vistos y oídos a kilómetros de distancia por la extensión del desierto y su inmensa quietud.
Me acostumbré a mi nuevo coche en el que gasté el poco dinero que tenía ahorrado para mi familia. Con el tiempo fui cogiéndole cariño y aprendí a convivir con sus averías.
Al cabo de un año extrañé a mi familia y decidí cabalgar sobre mi caballo blanco al Sahara, para que pudiera correr a su gusto, sin ser detenido por los semáforos rojos de la ciudad ni detectado por los radares policiales de control de velocidad. Lo quería mucho y no deseaba que acabase despiezado cruelmente en un desguace. Quisiera tenerlo como un eterno recuerdo y que muriese en paz, estacionado cerca de mi jaima
Abdurrahaman Budda
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