Por: Mohamed Salem Abdelfatah, Ebnu. Ilustración:
El niño y la jaima de Nanna Bachir
A
la memoria de Zoila Lubián León, mi madre cubana
En el número 9 de la calle Almendares, en
el municipio Plaza, vivía Zoila, una admirable mujer cubana. La conocí a
principios de enero de 1979 en la cuidad de la Habana, en el pasillo de una
sala del Hospital Materno Infantil Ángel Arturo Aballí. Estaba tiritando de
fiebre debajo de una frazada azul en medio del pasillo, donde habían instalado
mi cama, porque dentro no había sitio.
– ¿Eres Mohamé?
Asentí sin fijarme mucho en quién me
preguntaba.
– Soy Zoila, vengo de parte de Baldomero.
Estuvo mucho tiempo hablándome, mientras yo
la miraba, con la colcha hasta las mandíbulas. No entendía mucho de lo que me
decía y ya apenas recuerdo sus palabras, sin embargo lo que no he podido
olvidar es la paz que radiaba su rostro y la confianza que me despertó su
sonriente mirada.
Baldomero, era el director del internado
donde estábamos 38 niños saharauis, además de cerca de doscientos niños
cubanos, que se quedaban de lunes a viernes y el fin de semana se iban a sus
casas. Él la había llamado porque era la única persona que era natural de
Güines que conocía en la Habana y era una antigua compañera de la campaña de
alfabetización, a mediados de los sesenta allá por la sierra del Escambray.
Cuando ella llevaba a su hijo a casa de sus tíos de Güines siempre buscaba
tiempo para ver a Baldomero, para tomar un café y recordar aquellos tiempos de
su juventud.
Vino el día siguiente y habló con alguien
del hospital y me cambiaron a otra cama dentro de la sala, junto a una ventana
que daba a un pasillo por el que pasaba mucha gente. Gente que iba y venía, que
pasaba buscando a familiares, buscando puertas, buscando números. Algunos me
veían asomado a la ventana y sonreían, otros pasaban de largo sin mirar y otros
me preguntaban, ¿es la sala 8? Y yo respondía: no, es la 7.
Unos caminaban con prisa otros iban
arrastrando los pies, sin ganas, como si no quisieran llegar a ningún sitio; en
sus rostros reflejaban sus achaques, sus dolencias, sus alegrías, sus
sanaciones, y a veces también, reflejaban sus difuntos. Y yo, los días que
podía, iba contando y sumando a ver quiénes ganaban, si las caras tristes o las
contentas. Siempre ganaban los rostros de alegría.
Zoila, acudía casi todos los días, desde
enero hasta marzo, que me dieron el alta. A medida que iban pasando los días
fuimos construyendo unos lazos como los que se desarrollaban durante la
gestación de una vida nueva. Yo prácticamente acababa de volver a la vida,
acababa de nacer y ella después de creerme muerto se unió tanto a mí, como si
me hubiese parido.
La tarde de nuestro encuentro, ella había
preguntado en Información por un niño extranjero que recientemente habían
ingresado…
– Lo siento mucho, pero ha fallecido, le
dijeron.
– Y quien se ha hecho cargo del cadáver,
preguntó afligida.
– Ya está todo arreglado, esta tarde sale
pa’ Angola.
– ¡¿Angola?! ¡Pero si mi niño es saharaui!
Entonces volvieron a mirar y aparecí en la
lista de la sala 7, aunque entonces estaba en un pasillo, al margen, donde
Zoila me encontró temblando de fiebre.
Pásate a ver cómo está, le había dicho,
Baldomero. Menos mal que está vivo pensaba ella que había pasado de la tristeza
a una repentina alegría.
“Viniendo de tan lejos no podías morirte en
Cuba, mijito” me decía riendo años después al recordar aquel encuentro.
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