De Chejdan Mahmud
Era viejo, encorvado. Pegado a una
carretilla, un rastrillo y una guataca. Las piernas abiertas siempre escondidas
tras un pantalón amarillo, denotan fatiga. Las manos grandes y redondas ya
gastadas por el trabajo. Tez blanca, nariz ancha, bien calvo, aunque siempre
llevaba un gorro militar muy descolorido y arrugado, quizás se puede creer que
es para ocultarla, pero no, en Cuba el sol es justiciero y la gorra es un
atuendo muy habitual. Que, en fin, era la silueta de un hombre entregado a su
vida y a su quehacer, jardinero, era muy buen jardinero, el mejor posible.
El jodido viejo era muy simpático e introvertido,
le gustaban demasiado las mujeres, claro era jardinero, así que nada extraño,
teniendo en cuenta aquello de cultivador de belleza.
El jardinero del Pedagógico, sobre todo
era fiel a su trabajo, lo amaba y lo hacía a la perfección, algo que no dejaba
a nadie indiferente, porque él creaba obras. El viejo plantaba flores y rosas
allá donde quisiese y les ponía el color que quisiese, hasta los arbustos que
plantaba para hacer caminos o para cerrarlos tenían encanto y picardía a la
vez, era para ahuyentarnos o atraernos de un sitio a otro. El viejo era muy
bueno haciendo su trabajo si, y por ello lo admirábamos y nos parábamos a
hablar con él, a indagar con él, aunque solo eso, al fin y al cabo, es cuestión
de admirarle, o, con un gesto o un hola desde lejos. Él siempre correspondía,
porque era un artista. (...)
No creo
que nadie sabía nada de su vida, más allá de que era el jardinero del Pedagógico.
Nosotros le veíamos cada día laborable, mañana y tarde. Su silueta y su sombra
estaban fijas en las pupilas de todos y cada uno y, no es que era omnipresente,
tal vez nosotros somos los que lo éramos. En realidad, el Pedagógico tenia
forma circular y en medio estaban los jardines y paseos que dirigían a todos
lugares propios de la institución universitaria: ya sea a los dormitorios o a
las aulas, los comedores, los campos deportivos, la piscina o a la cafetería.
Nuestra vida giraba en círculo alrededor
de él, y a través de él.
El viejo regalaba flores preciosas a
miles, a todas ellas por supuesto y a ellos si las pidiéramos, siempre las daba
con el gesto preciso de encorvarse sonriendo y saludar. El viejo, aunque no lo
puedo precisar, tentaba a las mujeres con cada flor, con cada saludo con cada
sonrisa. No es para menos.
Transformaba el barro en jardines.
Serpenteaba los caminos, los alargaba y los hacía más cortos. Los coloreaba a
su genial gusto, hasta los hacía sombreados y frescos. Las caricias infinitas
que daba a sus plantas eran como un soplo de vida para ellas, porque a solo dos
días de plantarlas emergían fogosas, tiernas y radiantes como de milagro. Algo
les susurraba, algo les impregnaba que, dichosas asomaban a la vida sin
dilación. El viejo arrugado y encorvado, sabia de la vida doblemente, sabía de
la humana, porque él es humano y sabia de las plantas tanto como de sí mismo.
Su vida, en el Pedagógico, estaba ligada a nosotros, que éramos los estudiantes
universitarios y los futuros profesores, porque nos hacia la vida más amena,
más colorida, aunque nuestra vida de antaño que veíamos colorida y
disfrutábamos coloradamente, intrínsecamente iba a la par con su
artificio y su criterio romántico.
Al atardecer se iba del Pedagógico como venía:
en su pequeña bicicleta que apenas rodaba, su imagen en esa bici, completaba el
circulo de su vida entre nosotros, porque esa silueta viejuca en esa bici
diminuta, también de por sí era otra historia. Apenas cuando se va o viene,
importaba algo, aunque tenía un aspecto jocoso, el señor mayor de la bici pequeña,
susurrábamos. Siempre le he recordado. A mi modo de ver era algo romántico,
bonito y sobre todo admirable.
¡Ay, viejo!, por tu culpa hoy no soy
jardinero y, verme tranquilo con mis plantas y mis rosas y mis caminos de
hierba y poder admirar la hojarasca que cae medio muerta para dejar sitio a una
nueva vida, rastrillar y juntar esas hojas para hacerme una cama y dormitar una
que otra siesta, como hacías tú.
¡Ay¡, viejo jardinero del Pedagógico, tu
no me dejaste, aunque sea aprender a ser como tú, un buen jardinero un buen
cuidador, una persona más culta más inteligente. Si no te hubiera conocido,
seguro hoy sería jardinero y así quizás me admiren las plantas las rosas y
hasta los humanos.
Viejo. Con todo, cuando intenté ser
jardinero, no pude y salte las normas de la vida y tiré la guataca y salí
corriendo del jardín, luego renuncié siquiera ir a la agencia para cobrar los
días trabajados, mi enfado, no me creía digno de cobrar nada, era por respeto a
la persona y a la profesión de jardinero, por una vez fui consecuente. Tú me
enseñaste el valor de los jardineros y ya eso no cambiará para mí nunca. Viejo,
yo jamás podría ser como tú. Porque el que crea vida y la perfecciona, entre
otras cosas, quizás era jardinero, la profesión de las mil manos.
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