En la escuela secundaria básica en el campo, lugar donde vivíamos, y estudiábamos, tener una taquilla con candado era un lujo, aunque el ostentarlo no garantizaba gran cosa. El candado custodiaba básicamente: un par de vestidos colgados en una enorme y tosca percha, una toalla sofocada por la humedad, algún jabón de lavar la ropa, que se usaba más para el cuerpo, que para la ropa, ante la escasez de un jabón apropiado. Ese jabón dejaba la piel reseca y blanquecina, como si en vez de salir de la ducha, uno hubiera hecho una inmersión en una salina y el resultado era la metamorfosis del pelo una vez seco: subsistía retorcido y de puntas, igual que las ramas de una acacia espinosa en un año de sequía. Como ladrillo era el tamaño de ese jabón piedra o jabón de lavar, y una vez en la ducha parecía que todo el mundo tenía derecho a usarlo. El milagro, lo mismo enjabonaba una cabeza casposa, sobacos andrajosos y pelos de toda índole, que una camisa, calcetines o la ropa interior. “Pásame el jabón cuando puedas”, era la frase más utilizada. “Cuando termines tráeme el jabón” pedía el resignado dueño, si es que esos jabones tenían algún dueño. El jabón de lavar era de uno, de todos y de nadie. Y a veces, por increíble que parezca, a uno le podían devolver su jabón. En otras ocasiones, pasaba de mano en mano hasta agotarse o quedar pastoso, grasiento, abandonado en el suelo de la resbaladiza ducha. Otras, si todavía era robusto, podía usarse como un arma, temida arma, que podía acompañar alegremente en un enredo, a viejos zapatos en una batalla campal lanzado contra un odioso rival o contra un inocente por gusto. O podía servir como pegamento para tapar goteras, grifos y quién sabe, cuántas más cosas.
El candado también custodiaba un par de plásticos, camisas y pantalones para las salidas a la ciudad de Gerona. Lo más especial, que se podía guardar en una taquilla, era quizá la comida, por lo general dulces o pan, facilitados o arañados al cocinero de turno, desde la puerta de atrás de la cocina o del gallinero, sino eran la misma cosa. Dulces resecos, como ese largo brazo rectangular, evocadora palabra, que nos distraía de las lecciones de física o matemáticas, lengua o marxismo y, que por cierto nunca hasta ahora me interesé por saber cómo se escribía: gaceñiga, o las aquellas formidables cajas de dulces cuadrados.
Los que se reservaban alimentos, en algunas de esas cuevas cuadradas de madera, esperaban hasta la noche y en medio de la protectora oscuridad, cuando la inmensa mayoría ya dormía, procuraban jornadas extras a sus estómagos de dromedarios. Cosas así eran las que teníamos casi todos en las taquillas. Un día sí y otro no. Alimentos que se devoraban inmediatamente o se perdían con la misma facilidad con que llegaban.
Pocos candados había y raros eran los que lograban resguardar sus pertenencias de manera efectiva de las garras de aves de rapiña, que éramos muchos. Como hordas arrasábamos con todo lo que afloraba en el camino, y no solo comida, cualquier cosa servía: sábanas, mantas, almohadas, esas últimas excelentes armas de juego, que terminaban destripadas encima de las camas o en medio de los pasillos. Lo mismo los tubos de pasta, que eran utilizados como material de graffiti en la pared, sobre un colchón, o cegando las ventanas de la nariz de un dormilón, con la repelente pasta. Todo el mundo se regocijaba con esas macabras travesuras, menos la víctima, claro.
Algunos enfangaban la ropa, y la tiraban entre los cubículos, y se las arreglaban para conseguir otra. Otros llevaban la suya a la pila de lavar, y la dejaban allí mojada en agua, pensando ingenuamente, que al volver la encontrarían limpia y planchada, o al menos tendida, esperando secarse alegremente en un hilo o sobre las costillas de una de las persianas del dormitorio.
Durante el inicio del curso escolar, los mandos de la escuela repartían uniformes para ir a clase y para trabajar en el campo, botas y zapatos, y algún short para hacer deporte. A las pocas semanas, a pesar del reparto equitativo, ya asomaba por los pasillos gente sin ropa para ir a clases. Claro que los había que en vez de lavarla, la dejaban abandonada en cualquier lugar, o la cambiaban por la de otro, que en ese instante estaba ausente o roncaba entre sus sábanas. Predominaba una especie de anarquía, a pesar de que cada uno tenía su taquilla, y en ocasiones se restablecía cierto control por parte de los responsables del centro. Pero en cinco o seis albergues, cada uno de cincuenta o sesenta muchachos, quién podía evitar el caos. Y en medio de ese desconcierto, cada uno de nosotros resolvía como podía sus batallas diarias.
El candado también custodiaba un par de plásticos, camisas y pantalones para las salidas a la ciudad de Gerona. Lo más especial, que se podía guardar en una taquilla, era quizá la comida, por lo general dulces o pan, facilitados o arañados al cocinero de turno, desde la puerta de atrás de la cocina o del gallinero, sino eran la misma cosa. Dulces resecos, como ese largo brazo rectangular, evocadora palabra, que nos distraía de las lecciones de física o matemáticas, lengua o marxismo y, que por cierto nunca hasta ahora me interesé por saber cómo se escribía: gaceñiga, o las aquellas formidables cajas de dulces cuadrados.
Los que se reservaban alimentos, en algunas de esas cuevas cuadradas de madera, esperaban hasta la noche y en medio de la protectora oscuridad, cuando la inmensa mayoría ya dormía, procuraban jornadas extras a sus estómagos de dromedarios. Cosas así eran las que teníamos casi todos en las taquillas. Un día sí y otro no. Alimentos que se devoraban inmediatamente o se perdían con la misma facilidad con que llegaban.
Pocos candados había y raros eran los que lograban resguardar sus pertenencias de manera efectiva de las garras de aves de rapiña, que éramos muchos. Como hordas arrasábamos con todo lo que afloraba en el camino, y no solo comida, cualquier cosa servía: sábanas, mantas, almohadas, esas últimas excelentes armas de juego, que terminaban destripadas encima de las camas o en medio de los pasillos. Lo mismo los tubos de pasta, que eran utilizados como material de graffiti en la pared, sobre un colchón, o cegando las ventanas de la nariz de un dormilón, con la repelente pasta. Todo el mundo se regocijaba con esas macabras travesuras, menos la víctima, claro.
Algunos enfangaban la ropa, y la tiraban entre los cubículos, y se las arreglaban para conseguir otra. Otros llevaban la suya a la pila de lavar, y la dejaban allí mojada en agua, pensando ingenuamente, que al volver la encontrarían limpia y planchada, o al menos tendida, esperando secarse alegremente en un hilo o sobre las costillas de una de las persianas del dormitorio.
Durante el inicio del curso escolar, los mandos de la escuela repartían uniformes para ir a clase y para trabajar en el campo, botas y zapatos, y algún short para hacer deporte. A las pocas semanas, a pesar del reparto equitativo, ya asomaba por los pasillos gente sin ropa para ir a clases. Claro que los había que en vez de lavarla, la dejaban abandonada en cualquier lugar, o la cambiaban por la de otro, que en ese instante estaba ausente o roncaba entre sus sábanas. Predominaba una especie de anarquía, a pesar de que cada uno tenía su taquilla, y en ocasiones se restablecía cierto control por parte de los responsables del centro. Pero en cinco o seis albergues, cada uno de cincuenta o sesenta muchachos, quién podía evitar el caos. Y en medio de ese desconcierto, cada uno de nosotros resolvía como podía sus batallas diarias.
Algunos colocaban marcas en sus ropas, los más escribían sus nombres con tinta de bolígrafo, en partes ocultas o quemaban los extremos inferiores. Otros ponían puntos, cruces y rayas en sus vestimentas, para disuadir a cualquier posible manilargo. Casi siempre sabíamos los mismos trucos y hacíamos las mismas chapuzas. Cuando uno pirateaba una camisa o un pantalón, le bastaba con echarle una ojeada, para descubrir donde estaba la pista, y lo que hacía era borrarla o adulterarla con otra tinta, jabón agua, o lijarla sobre el lomo de una pared, con hierba o con una piedra hasta que desaparecía la huella y estampaba la suya y el anterior dueño difícilmente podía ya distinguirla de otra cualquiera.
Siempre había broncas a raíz de una camisa, zapato, pantalón o sábana, un cinturón, guante de béisbol, un lugar privilegiado en la cola del comedor o por un asiento en la sala del televisor. Por lo general esas disputas se resolvían después de fuertes discusiones, más o menos arbitradas, más o menos apaciguadas por amigos o testigos. En ocasiones, podían llegar a ser violentas, dependiendo de los contrincantes, y sus ganas de improvisar un cuadrilátero en una esquina, en el baño, en cualquier escalera, en el patio, el aula, en el sótano de la escuela, delante de un grupo de muchachas o aceptando una discreta invitación para reunirse los dos a solas entre los surcos del campo, sin interferencias ni testigos. Había más ganas de amedrentar al adversario que apetito de pelea, sobre todo si había gente dispuesta a evitar que se llegara a males mayores. En algunos robos parecía subsistir una regla no escrita, si te pillaban porque el indicio era demasiado evidente, lo mejor era callarse, murmurar algo inteligible, entregar lo sustraído e irse y todo quedaba en paz.
En el mundo de los remendones la mayoría éramos chapuceros, torpes y ordinarios. Sin embargo, había entre nosotros uno que era excepcional. Excepcional en ese arte de marcar sus pertenencias, en disimular sus señas, en medio del océano de cientos de uniformes y sabía como nadie, dejar su fehaciente prueba oculta. Se llamaba Kori y era un muchacho callado, inteligente y correcto, tenía alrededor de doce años, nuestra misma edad, la de mis amigos. Digo, nuestra misma edad, porque en aquellos años ochenta, en la secundaria había un desfase generacional asombroso. Lo mismo había niños de once o doce años, que adultos de veinte y tantos años. Esa anomalía se fue corrigiendo con el tiempo. Era el resultado de una campaña de voluntad tenaz, en beneficio de la alfabetización de todos los saharauis en el exilio.
Kori era un chico limpio, en nuestro áspero y a veces tierno submundo infantil. Un submundo plagado de mugrientos y mal educados. En aquella espesura del internado las peleas y el juego de manos eran el desayuno, el almuerzo, la comida y la oración de todos los días. Pero Kori era la excepción y aún siendo robusto para su edad, de tanto levantar pesas, no agredía a nadie, y sabía cómo defenderse. Permanecía al margen de las cruzadas pandilleras, sin formar parte de ninguna.
No había nadie como él con la suficiente habilidad y discreción para disimular sus marcas, he dicho, que hasta el más avispado no podía descubrirlas. Y de su ingenio no se enteró la chiquillada, hasta no haber desenmascarado con elegancia a más de uno. Como le ocurrió a Beina, un chaval afable, bromista que le agradaba el deporte, como a la mayoría de los chicos de la escuela. El deporte y la comida eran quizá, nuestras mayores aficiones. Aquél día, Beina le apetecía jugar, pero no tenía ropa deportiva, así que subió al albergue, a esa hora desierto y dio una vuelta de reconocimiento por las filas de literas y taquillas, sin muchas esperanzas de encontrar nada, porque sabía que por la tarde, la masa estaba en las canchas jugando, pero para su sorpresa, se topó con un short amarillo y nuevo, que estaba colgado en una percha. Lo tomó y, antes de llevárselo, lo inspeccionó por todas partes, por si tenía una señal, nada. Saltó de alegría al creerse dueño de una prenda tan nueva y libre de cualquier prueba. Bajó a la cancha y estuvo jugando un partido de fútbol con algunos de sus amigos. En medio del partido le llamó Kori y sin preámbulos le dijo: “Ese short que llevas encima es mío”. Con la seguridad de haber revisado bien el short, Beina le respondió que no era verdad. “Quítate el short”, le pidió Kori. Beina se lo quitó para salir del embrollo y seguir jugando. Dentro del short amarillo había un diminuto bolsillo que Kori palpó y le dio la vuelta y desde su interior despertó, enorme e inconfundible, una K, como despierta un oso de su hibernación. La K estaba escrita con un bolígrafo azul. Beina se quedó pasmado, mudo, con los ojos abiertos como dos cuencos.
Otras veces, Kori, las tuvo que tejer, y bien tejidas para salir airoso en sus disputas, como cuando se desembarazó, con la inequívoca evidencia de la K, esculpida con la punta de una cuchilla, en el segundo botón de su pantalón de trabajo, fue la estampa que le enseñó a un atónito muchacho, que gritaba ante todo el albergue, que ese pantalón era suyo y se lo regaló Ramón, el encargado del almacén.
Distinta fue, cuando deshiló de su camisa del uniforme de clases, color azul despejado, un hilo imperceptible, que atravesó el centro de la camisa, desde la parte baja del cuello hasta la punta inferior y, no pensó que iba a necesitar exponer esa fina nota a nadie, pero una mañana tuvo que hacerlo, ante la insistencia de uno que le repelaba: un chico cotorra, auténtico bocazas, flaco, con aire de Rocinante. Levantó la camisa, la extendió en el aire, a contraluz y, se la mostró, como quien extiende un billete y observa la línea de seguridad, para corroborar su autenticidad.
Cuando corrió la voz en la escuela, ya nadie se atrevía a tocar las pertenencias de Kori. A pesar de ver que en su taquilla colgaba perchas, con la ropa aseada y planchada y, cualquiera podía comprobar a simple vista que estaba limpia de marcas. Pero también todos sabían, sin la menor duda, que una K, estaría enterrada en el lugar menos insospechado.
Cuando Kori notaba que alguien había estado husmeando en su taquilla sonreía, porque en el fondo sabía que ya no necesitaba los servicios de la K. Él supo criar suficiente imaginación para ya no necesitar marcar su ropa. Y logró espantar a unos cuantos, que seguirían pensando que siempre asomaría de sus delgados dedos una K encerrada. Aunque no la hubiera.
Limam Boisha.
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