Si en nuestro recuerdo mantuviéramos presentes a los caídos nunca hablaríamos de ellos como caídos. Ellos están vivos en nosotros, eso sí, si les llevamos profundamente en el corazón. Eso creo, y espero no equivocarme, porque al menos así es como lo siento.
Tuve muchos amigos a quienes vi que les segaba la vida la maquinaria bélica marroquí, me he conformado con llorarles, sentir el dolor de su pérdida y eternizarlos en mi memoria, como si todos estuvieran vivos. Creo que podría ser un póstumo homenaje hablar de ellos, y en ocasiones hacer que suenen sus nombres y contar alguna historia sobre ellos, para recordarlos sin lágrimas. Este homenaje está dedicado a mi amigo de infancia, Sidahmed El Kori Barray.
La última vez que nos habíamos visto, adolescentes, fue a finales de 1975, teníamos quince años. Nuestro pueblo Auserd era asediado y ocupado por tropas mauritanas. Su familia se adentró en una zona al oeste de Auserd, donde se montó uno de los primeros asentamientos de desplazados en el territorio, pero al ocuparse el pueblo su familia fue obligada a entrar y vivir bajo la ocupación mauritana hasta que se firmo el acuerdo de paz entre el gobierno saharui y el mauritano en agosto 1979, entonces mi amigo se incorporó junto a su familia a los campamentos de refugiados en Tinduf, Argelia.
Sidahmed El Kori Barray alias “uld Treibi”, mote con el que lo llamábamos en el colegio porque su madre así se llamaba. Estudiamos juntos en nuestro pueblo natal la primaria y los dos primeros años de secundaria, su padre creo que fue un suboficial durante la época española, y si no recuerdo mal, uno de los primeros caídos en el asedio de Cabo Blanco, Lagüera, contra las tropas mauritanas.
En la parte liberada se formó como militar en las filas del Ejército saharaui y se fue creciendo vertiginosamente cada día en cientos de batallas que libraba su regimiento que operaba en la parte norte del territorio contra los ocupantes marroquíes. Su designación como jefe fue acertada y oportuna cumpliendo aquella regla de los grandes estrategas “un cuadro efectivo en el puesto adecuado”. Sidahmed dirigía una temible unidad de comandos con carros blindados de intervención rápida, creada y preparada en las más extremas condiciones del desierto, unidad subordinada a la segunda división, elite del ejército saharaui.
Pero un día, Sidahmed partió de esta región del norte, Zemur, en el mes de julio de 1987, junto a otros muchos, para castigar a los invasores que les quitaron esa parte de Tiris donde había nacido y también donde nos habíamos conocido de pequeños.
Tenía Sidahmed una absoluta certeza en la victoria, y en que la liberación del Sahara no es más que cuestión de tiempo y perseverancia hasta limpiar la tierra de los majenzu, expresión desafiante en alusión a los militares marroquíes. Era un joven que retaba a cualquier eventualidad enemiga, no creía en su adversario, lo subestimaba sin considerarlo a pesar de la correlación de fuerza y el número de sus elementos. El expresaba, “esa gente que está atrincherada sin poder asomar la cabeza, ni poseer causa por la que morir está condenada a la derrota”.
En varias conferencias estuvimos juntos, después de doce años sin vernos, ocasión que aprovechamos para hablar de nuestro pueblo; yo le decía “Sidahmed, ¿tú crees que el próximo verano escalaremos las montañas de Auserd?”. Era esa una actividad que hacíamos juntos antes del abandono español. Nos juntábamos con otros chicos, reuníamos algunas pesetas para comprar comida y escalábamos hasta coronar el monte Buserz. Él se reía y me decía “Creo que iremos mas allá esta vez, ¿qué te parece las playas de El Argub o Dajla? Y así nos reíamos hablando de pequeñeces de nuestra infancia.
Recuerdo que tras el abandono español Auserd pasó a ser administrado por el Polisario y junto a Sidahmed y otros chicos que teníamos bicicletas reuníamos comida y cigarros y los llevábamos a los mugatilin o combatientes saharauis, que controlaban la entrada de la ciudad por Ayahfun. Nos hacían charlas sobre cómo querer la tierra y defenderla y que el futuro estaría algún día en nuestras manos porque la juventud es la fuerza motriz de la sociedad. Ni él ni yo podíamos imaginar que doce años más tarde él se convertiría en un héroe anónimo.
Ese verano de 1986, tendría él unos 26 años, lo encontré con otros jóvenes dirigentes militares en Uad Ben Zaka, un precioso río en las cordilleras de Zemur, castigando desde allí los militares marroquíes que se atrincheraban detrás del muro de la vergüenza en cumplimiento de una estrategia trazada por el ejercito saharaui en esos años, que se denominó “Guerra de desgaste”, “Harb al iztinzaf”, haciendo la vida imposible a los soldados y oficiales ocupantes y sangrando de otra forma la frágil economía del régimen con un gasto diario en el muro de cinco millones de dólares.
Táctica para castigar psicológicamente y materialmente con infiltración de noche dentro de las posiciones marroquíes, destruir, capturar y dejar trampas mortales, saldo que dejó en las filas marroquíes miles de desertores y centenares de afectados psicológicamente, que no soportaban la muerte de noche y el hostigamiento de día cuando las temperaturas llegaban a más de cincuenta grados. Aquello sólo saben asumirlo y soportarlo los propios dueños del Sahara.
Escuché a mucha gente que compartió con él difíciles momentos y circunstancias en la guerra hablar de su calidad humana y bravura como destacado joven con unas extraordinarias facultades de dirigente militar.
Sus amigos contaban de él muchas e inimaginables historias, en ocasiones de simple charlas sobre el té, o recordaban grandes batallas, en las que las personas se destacan por su audacia e inteligencia en decisivas y difíciles circunstancias.
Pero todas esas formidables historias las enterramos cada uno en su corazón, ya me he referido de la naturaleza de la humildad del saharaui en este sentido. Sin embargo como dijo aquel escritor francés “el perfecto valor consiste en hacer sin testigos lo que se sería capaz de hacer ante todo el mundo”.
Sidahmed era un joven atractivo, de una constitución física fuerte, de piel morena, risueño, ágil, rápido y con una extraordinaria sensibilidad a todo lo que se movía en su entorno, un buen sentido de gran estratega. Se daba cuenta de los mínimos detalles que veían sus ojos. Recuerdo que coincidimos una vez en Benzaka, y por la tarde me dijo “Bahía, ¿te apetece venir conmigo a observar con los binoculares movimientos de los marroquíes detrás del muro?” Yo aproveché y subimos arriba a una garita de observación, yo quería hablar con él un rato y recuperar aquella amistad de infancia. Miraba con los ópticos y me decía “hay unos cinco elementos nuevos en este punto y otro en tal “y así iba leyendo todo aquel nuevo escenario que significaba en táctica miliar mucho para él. Esa vez estuvimos tres días juntos a unos tres kilómetros del muro defensivo del sector de Hauza. Mas tarde en el mismo año 1986 coincidimos en varias ocasiones en la zona de Uda Enaser y varias en Udeyat El Faa donde yo iba para impartir conferencias sobre las telecomunicaciones.
El 8 de julio de 1987, entre el cuello que separa los dos montes de Zug y Amzigzag, Tiris meridional, y sobre las doce de mediodía, me encontraba debajo de la sombra de una ambulancia militar porque no había otra sombra, era el punto donde se trataban los heridos de la batalla Gleib Ter Alal. Me dolían los pulmones de la onda expansiva de un proyectil de la aviación marroquí y me costaba respirar. La temperatura alcanzaba a los cincuenta grados, el suelo quemaba como una sartén y estábamos a merced de un constante bombardeo de dos aviones cazabombarderos. Alguien a mi lado dijo “En aquel coche están los mártires Sidahmed Barray y El Bar”, se me desgarró el corazón por unos instantes, sentí que me latía con pulsos acelerados, de manera anormal.
Pregunté a un sanitario que corría entre las ambulancias “¿Ha caído Sidahmed Barray?”. Y él asintió con dolor porque también era otro de sus amigos en la unidad. Por la noche, más tranquilos, cerca de la zona de Duguez, los heridos contaban su ferocidad en la batalla y cómo había caído salvando a uno de sus compañeros de unidad que se encontraba herido y no podía levantarse. Pero lo más curioso en todo esto es que Sidahmed vino del norte del territorio para dejar su cuerpo y alma descansar en la tierra de sus sueños Tiris, yace su tumba junto a otros compatriotas entre los dos montes de Zug y Amzigzag y desde allí se ven los majestuosos azules y coronados por la nubes montes de Auserd su pueblo natal.
Bahia Mahmud Awah, en homenaje a otro león de Tiris, Sidahmed uld El Kori uld Barray.
1 comentario:
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