Ahora mientras escucho la voz desgarrada de Tracy Chapman, en la habitación donde me encuentro veo tantos colores, en el rostro de la alfombra que está en el suelo y en las fotos que cuelgan en las paredes de la sala, esa viveza contrasta con los recuerdos que en este momento se atropellan en las polvorientas veredas de mi mente. Recuerdos del internado, especialmente uno, el de una temporada en la que se desató la "fiebre" de ser jefe, no de cualquier cosa, sino de algo tan trascendental en aquel tiempo para nosotros como lo era toda cuestión relacionada con la comida.
Ser el responsable de una mesa en el comedor del internado era algo nuevo, excitante: tener el poder de decidir qué trozo de pan colocar a cada compañero, era un privilegio que sólo tenían los cocineros y estaban tan acostumbrados a ello, que lo hacían con tanta indiferencia que nos exasperaba, por el hambre que padecíamos.
Lo de designar un jefe para cada mesa, todavía a estas alturas, no sé si fue una idea seria, que plantearon algunos maestros como una tarea didáctica en aquellos caóticos años de enseñanza, o no era más que un perverso juego para divertirse a costa nuestra, o por otra razón desconocida que nunca he podido descifrar.
Ya sé que no es nada agradable hablar del hambre, y a veces cuesta entender lo que significan sus golpes, sobre todo para esas personas que siempre han tenido un plato caliente en la mesa, que gozaron del privilegio de comer mientras mamá o papá les obligaban a no dejar nada en el plato, sino, no irían de excursión, que para crecer, les decían, y ser fuertes debían comer, comer mucho y bien, esos, quizás, no podrían entender lo que significaba que a veces, cuando ibas a dormir te apretaba tanto la boca del estómago que no podías conciliar el sueño, y tenías que acostarte de lado para aplacar las uñas de ese fantasma, que te desgarraba hasta casi desmayarte. Esas personas, digo, que nunca pelearon como fieras para que no les quitaran su merienda o su comida o su mísero pedacito de pan, no podrían asimilar ni de lejos lo que digo, pero eso no tiene importancia.
Hablar de comida básicamente era hablar de una rebanada dura y llena de bichos, muchas veces hecha de la peor harina. Una rebanada amasada con desinterés, que era lanzada en el trasero de un camión, un coche o hasta en el interior de una ambulancia, si fuera preciso, con tal de que llegara a esas bocas hambrientas del exilio, que viajaría por un camino lleno de baches y piedras y polvo, y que por fin cuando alcanzara su destino se amontonaría en sacos y sería lanzada de una puerta a una ventana, y de ésta a una esquina de una pared de adobe oscura y mugrienta. Habría cientos de corazones esperando esa rebanada como si fuera el mejor alimento del mundo. A esa edad, y lejos del tierno calor de mamá, había que agudizar el genio en cada batalla diaria por esa rebanada de pan y cualquier otra cosa que se pareciera a comida.
Recuerdo que se desató la "fiebre" de ser jefe de una mesa en el comedor. Los maestros, para nuestra sorpresa, puede que estuvieran intentando ensayar cómo funcionaría la "democracia"en nuestro internado. Nos dijeron, así sin más, que cada mesa podía elegir a su "jefe". La tarea era complicada, porque nunca nos enseñaron qué significaba elegir, ¿darle plena confianza a una persona para que llegara antes que tú a la mesa, y te colocara un pan frente a tu plato de lentejas? Eso era una tarea ardua.
"El elegido" ¿tenía que ser el menos glotón?, eso opinaba la mayoría, pero eso era difícil de saber. ¿El más justo? y ¿cómo se podía adivinar eso? En unas mesas se imponía el más fuerte, en otras, el más astuto. Cada cual sacaba a relucir sus armas, había quién amenazaba, otros guiñaban el ojo para tener ese privilegio, y prometían a todos, cada uno por separado, que tendrían el pan más grande. Debo confesar que adulé, trabé amistad, confabulé, y hasta traicioné a compañeros, con tal de ser jefe de una mesa, pero todos mis intentos fueron en vano. Sin embargo, mi amigo Mansur fue el que más duró en el cargo, porque muchos no permanecieron ni un día en sus puestos, pensaban que la prole era tonta o algo por el estilo, en cuanto entraban los primeros en el comedor y repartían el pan a sus respectivas mesas agarraban la rebanada más grande y se olvidaban de los demás, al siguiente día, la mesa se reunía, y anunciaba su fulminante destitución.
Mi amigo me contó el secreto, porque yo no estaba con él en la mesa, en cuanto entraba cogía el pan más grande, comía de él hasta volverlo el más chiquito, lo afinaba con la sierra de sus duros dientes y lo golpeaba sobre la mesa para que pareciera cortado con un cuchillo, y cuando venían los demás, veían que su jefe repartía justicia, y era tan justo que siempre dejaba para él el pan más "pequeño". Conociendo la idea de mi amigo quería exportarla a mi mesa, pero nunca me eligieron, era como si vieran la maldad en mi rostro polvoriento y mocoso, o porque era un niño peleón y siempre andaba con la cara arañada por las peleas y los golpes y mis compañeros de mesa resultaban potenciales enemigos. Ellos sólo querían como jefe a esa muchacha de ojos dulces, aunque siempre escondía en su gorro el pan que sobraba, porque su dueño estaba ingresado en el hospital.
La muchacha de los ojos dulces, al ver que yo había intentado varias veces despacharla del cargo, me castigó por mi insolencia de la peor manera: se encargó de que el pan más pequeño siempre estuviese al lado de mi triste plato. Fue así hasta el día en que la desenmascaré ante todos: la sorprendí mientras escondía el pan en su gorra, y todos fueron testigos de su "pecado". A la mañana siguiente, cuando nos reunimos para destituirla, yo pensé que era mi oportunidad de ser el jefe de la mesa. A los maestros se les ocurrió entonces terminar con el experimento, o la broma.
Limam Boisha
Ser el responsable de una mesa en el comedor del internado era algo nuevo, excitante: tener el poder de decidir qué trozo de pan colocar a cada compañero, era un privilegio que sólo tenían los cocineros y estaban tan acostumbrados a ello, que lo hacían con tanta indiferencia que nos exasperaba, por el hambre que padecíamos.
Lo de designar un jefe para cada mesa, todavía a estas alturas, no sé si fue una idea seria, que plantearon algunos maestros como una tarea didáctica en aquellos caóticos años de enseñanza, o no era más que un perverso juego para divertirse a costa nuestra, o por otra razón desconocida que nunca he podido descifrar.
Ya sé que no es nada agradable hablar del hambre, y a veces cuesta entender lo que significan sus golpes, sobre todo para esas personas que siempre han tenido un plato caliente en la mesa, que gozaron del privilegio de comer mientras mamá o papá les obligaban a no dejar nada en el plato, sino, no irían de excursión, que para crecer, les decían, y ser fuertes debían comer, comer mucho y bien, esos, quizás, no podrían entender lo que significaba que a veces, cuando ibas a dormir te apretaba tanto la boca del estómago que no podías conciliar el sueño, y tenías que acostarte de lado para aplacar las uñas de ese fantasma, que te desgarraba hasta casi desmayarte. Esas personas, digo, que nunca pelearon como fieras para que no les quitaran su merienda o su comida o su mísero pedacito de pan, no podrían asimilar ni de lejos lo que digo, pero eso no tiene importancia.
Hablar de comida básicamente era hablar de una rebanada dura y llena de bichos, muchas veces hecha de la peor harina. Una rebanada amasada con desinterés, que era lanzada en el trasero de un camión, un coche o hasta en el interior de una ambulancia, si fuera preciso, con tal de que llegara a esas bocas hambrientas del exilio, que viajaría por un camino lleno de baches y piedras y polvo, y que por fin cuando alcanzara su destino se amontonaría en sacos y sería lanzada de una puerta a una ventana, y de ésta a una esquina de una pared de adobe oscura y mugrienta. Habría cientos de corazones esperando esa rebanada como si fuera el mejor alimento del mundo. A esa edad, y lejos del tierno calor de mamá, había que agudizar el genio en cada batalla diaria por esa rebanada de pan y cualquier otra cosa que se pareciera a comida.
Recuerdo que se desató la "fiebre" de ser jefe de una mesa en el comedor. Los maestros, para nuestra sorpresa, puede que estuvieran intentando ensayar cómo funcionaría la "democracia"en nuestro internado. Nos dijeron, así sin más, que cada mesa podía elegir a su "jefe". La tarea era complicada, porque nunca nos enseñaron qué significaba elegir, ¿darle plena confianza a una persona para que llegara antes que tú a la mesa, y te colocara un pan frente a tu plato de lentejas? Eso era una tarea ardua.
"El elegido" ¿tenía que ser el menos glotón?, eso opinaba la mayoría, pero eso era difícil de saber. ¿El más justo? y ¿cómo se podía adivinar eso? En unas mesas se imponía el más fuerte, en otras, el más astuto. Cada cual sacaba a relucir sus armas, había quién amenazaba, otros guiñaban el ojo para tener ese privilegio, y prometían a todos, cada uno por separado, que tendrían el pan más grande. Debo confesar que adulé, trabé amistad, confabulé, y hasta traicioné a compañeros, con tal de ser jefe de una mesa, pero todos mis intentos fueron en vano. Sin embargo, mi amigo Mansur fue el que más duró en el cargo, porque muchos no permanecieron ni un día en sus puestos, pensaban que la prole era tonta o algo por el estilo, en cuanto entraban los primeros en el comedor y repartían el pan a sus respectivas mesas agarraban la rebanada más grande y se olvidaban de los demás, al siguiente día, la mesa se reunía, y anunciaba su fulminante destitución.
Mi amigo me contó el secreto, porque yo no estaba con él en la mesa, en cuanto entraba cogía el pan más grande, comía de él hasta volverlo el más chiquito, lo afinaba con la sierra de sus duros dientes y lo golpeaba sobre la mesa para que pareciera cortado con un cuchillo, y cuando venían los demás, veían que su jefe repartía justicia, y era tan justo que siempre dejaba para él el pan más "pequeño". Conociendo la idea de mi amigo quería exportarla a mi mesa, pero nunca me eligieron, era como si vieran la maldad en mi rostro polvoriento y mocoso, o porque era un niño peleón y siempre andaba con la cara arañada por las peleas y los golpes y mis compañeros de mesa resultaban potenciales enemigos. Ellos sólo querían como jefe a esa muchacha de ojos dulces, aunque siempre escondía en su gorro el pan que sobraba, porque su dueño estaba ingresado en el hospital.
La muchacha de los ojos dulces, al ver que yo había intentado varias veces despacharla del cargo, me castigó por mi insolencia de la peor manera: se encargó de que el pan más pequeño siempre estuviese al lado de mi triste plato. Fue así hasta el día en que la desenmascaré ante todos: la sorprendí mientras escondía el pan en su gorra, y todos fueron testigos de su "pecado". A la mañana siguiente, cuando nos reunimos para destituirla, yo pensé que era mi oportunidad de ser el jefe de la mesa. A los maestros se les ocurrió entonces terminar con el experimento, o la broma.
Limam Boisha
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