viernes, noviembre 15, 2019

El último erudito del cielo


Texto: Ali Salem Iselmu. Ilustración: Fadel Jalifa
Cuando lo vi estaba temblando de frío, tenía la cara cansada después de una larga noche en la que se quedó sólo sujetando las cuerdas de la jaima, en aquella tormenta de arena.
Él conocía de memoria cada estación. Sabía que la estrellas cuando caían inclinadas al sur, anunciaban los vientos del Este que solo traían una arena oscura y espesa en la que nadie podía orientarse.
Cuando él perdía toda esperanza en aquel cielo, que había salvado a sus antepasados, entonces acudía a las palmeras de los oasis y empezaba a rezar con las manos abiertas, buscando milagro en el Este, sin olvidar nunca los vientos húmedos del Sur. Aquellos que traían el olor del agua y hacían correr a los animales, cuando intuían que una nube salvadora se precipitaba de aquel cielo lleno de colores enigmáticos.
En aquella confusión de nubes y tormentas, él miraba con la mano izquierda apoyada sobre su frente, haciéndole una pequeña sombra. Dirigía sus ojos al sur-este, oteaba el horizonte una y otra vez. Sabía que no podía equivocarse.
De su mirada dependía la vida de aquellos hombres que habían aprendido a observar e interpretar el cielo, pero él tenía la última palabra, el primer paso de aquella estirpe de hombres y mujeres.
Un error le suponía la vida o la muerte. Empezaba a caminar descalzo sobre la fina arena. Cuando se sentía perdido e inseguro. Cogía con su mano derecha un cuenco y bebía, hasta llenar su boca. Miraba al Este y expulsaba de sus labios un chorro de agua[1], para detener el viento de arena.
Él era el guía, el hombre que conocía la sombra de los árboles y el brillo de las estrellas. Sabía distinguir cada estación.
Cuando cesó la tormenta, observó los pequeños montículos de arena que se habían formado alrededor de los arbustos. Sabía que no estaba perdido.
Un viento suave y húmedo empezaba a soplar, los animales caminaban decididos. Sabían que aquel viento había dejado sobre la tierra pequeñas charcas de agua.
El bochorno desaparecía del cielo, un sol de color intenso anunciaba el fin de la estación de verano.
Después de la tormenta de arena, la lluvia volvía a penetrar en la seca tierra dándole vida. El último sabio del cielo, volvía a colocar su turbante sobre su cabeza, tapando sus labios. En su mano derecha llevaba un rosario que movía suavemente con sus dedos, mientras iba recordando los años de lluvia y sequía.
Su estirpe de la que aprendió los colores del cielo, las gotas de agua y los granos de arena, le había encomendado un último deseo, seguir descifrando las huellas que dejaba el viento sobre la tierra.
Ese año, se advertía en sus ojos pintados de rojo. Es el año en que el agua volvió a correr sobre las dunas, deteniendo el feroz viento de arena y salvando al último erudito del cielo. Cuando él empezó a respirar el aire húmedo tocó la arena mojada, miró a su alrededor y con tono pausado dijo:
– Aquí acamparemos, este será el año de la hierba Etmara[2].
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[1] Tradición entre los nómadas saharauis cuando veían el peligro de un vendaval que avanzaba hacía sus jaimas. Llenaban la boca de agua y la escupían hacía la dirección desde donde le venía las tormentas del siroco para desviarlas o detenerlas.
[2] Hierba que da nacimiento a una flor blanca. Cuando se seca, se convierte en una costra de espinas.

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