jueves, abril 25, 2019

En recuerdo a mi madre, “La maestra”, en el Día del Libro, Sant Jordi 2019


Testo de Bahia MH Awah
Tenía un baúl de metal de esos azules que usaban las productoras para guardar y trasladar los materiales frágiles,  y que en el Sahara le llaman sandug lehdid, lleno de libros. Había de religión, manuscritos de poesía y tratados sociológicos. Mi curiosidad a veces me llevaba a abrir el baúl, y ahí solo observaba libros encuadernados con piel y bien adornados con geometrías tradicionales de colores rojos, negros y amarillos. Me llamaban la atención pero como ella cada vez que iba a cogerlos, lo primero que hacía era lavar sus manos, posarlas sobre una limpia y fina tierra cristalina y luego las pasaba por su rostro como si estuviera rezando.  Este ritual que ella practicaba me hacía entender que no podía tocar aquellos libros. Lo tenía muy claro ya que pasaba el día jugando en la arena llenándome de polvo.
Pero la curiosidad de un niño beduino me devoraba infinitamente. ¿Por qué mi madre guardaba cuidadosamente esos libros? Yo por entonces no veía su valor. No eran algo material de valor inmediato como una túnica, una tela, un turbante, un pilón de azúcar, un talego de té, de arroz o de grano. Cuando empecé a los cinco años frecuentar por primera vez las clases de louh[1] de un mrabet[2] que daba clase muy cerca de nuestra jaima, volví a ver aquellos baúles azules repletos de libros en la casa de Uld Beddi. Entonces pude entender para qué servían a mi madre. Para guardar como poeta y erudita sus inmaculados libros. La recuerdo, imbuida en la lectura de libros tan viejos que sus páginas caían cada vez que los abría. Algunos eran de la poesía preislámica, de Imru Qais, Qais Ibnu Al Mulauah y otros. No recuerdo con certeza los títulos pero le prestaba atención cuando ella los leía con voz suave y modulada. Así me fui familiarizando con los nombres de Majnun Laylá, Qais Ubnu Al Mulawah y con los manuscritos de clásicos saharauis como Uld Tolba, Salama Uld Eydud y Yedehlu Uld Esid, entre otros.
Los viernes eran sus días de lectura y buscaba estar sola hasta que alguien de la familia le interrumpiera con la hora del té al mediodía, o con la aparición de mi padre preguntándole de alguna cosa con voz grave. Leía unos tratados sociológicos de la jurisprudencia islámica como Dalil Al Bujari[3], o  Dalailu Al Jairat, recopilación de selectos versículos que oran por el profeta Mahoma y recogen pensamientos de conducta social atribuidos a él.

En esta semana en toda España se ha celebrado el día del libro, San Jordi en Cataluña, La Noche de los Libros en Madrid, las lecturas continuadas del Quijote o la entrega del Premio de Cervantes. Y precisamente el 23 de abril recibí un correo de una amiga académica estadounidense en el que me daba una noticia sobre uno de mis libros “La maestra que me enseñó en una tabla de madera” que no podía ser más oportuna, un indiscutible homenaje a mi madre, “La maestra”. Sentí que dialogaba con ella sobre la buena noticia, volví acordarme del baúl azul, de sus manuscritos, de sus libros y del ritual cuando se aseaba para tocar sus inmaculados libros.



[1] Tabla de madera de color castaño oscuro con la que aprenden a leer los niños en la cultura del Sahara Occidental y en Mauritania.
[2] Maestro que da clases de iniciación en la lengua árabe y posteriormente en la memorización de pasajes del libro del Corán.
[3] Libro que recoge palabras del profeta Mahoma recopiladas por teólogos que pudieron registrar a través de notables que memorizaban su pensamiento.

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