Al llegar a la duna, texto de Ali Salem Iselmu Abderrahaman
Foto: Juan Ignacio Robles y archivos GA
Al llegar a la duna empecé a observar el
espectáculo de luces que nacía en el cielo, en él descubrí caminos, rutas que
me llevaban a antiguas ciudades. Dirigí mi vista hacia el norte, allí estaba la
estrella polar. Seguí observando hasta que descubrí las luces de la ciudad de
Tinduf, pensé en las caravanas de comerciantes, en esa extraña ciudad nacida
entre colinas, cuyas luces parecen un viejo farol que emerge del interior del
Sahara.
Cuando dirigí mi mirada hacia el este, el
espectáculo de diminutas estrellas era infinito. Una luz pareció penetrar en
mis ojos y desaparecer, pensé en un deseo que compartí con el silencio del
momento, mientras iba observando unas huellas pequeñas que permanecían quietas
en medio de la noche. Creí que aquellas huellas eran de una mujer, un pie
pequeño que no llega a penetrar del todo en la arena. Pensé en la chica joven,
cuyos ojos parecían dos estrellas.
¿«Será ella, no lo sé»?. Miré hacia el sur,
entonces vi pequeñas luces dispersas sobre la planicie, unas eran intensas,
otras eran débiles. Me quedé confundido, no sabía cómo podía volver, entonces
mi amigo me dijo:
̶ Vamos hacia aquella luz solitaria y brillante
inclinada hacia el este.
Empezamos a caminar despacio, rodeados de
pequeñas colinas. Entonces me vino a la mente la imagen de aquella mujer que
huyó descalza hasta la ciudad de Tinduf y nunca volvió a la ciudad del Aaiún,
donde dejó su hijo siendo un bebé. Muchos años después, su hijo quiso que volviese,
pero ella se negó entre lágrimas y suspiros diciéndole.
«Hijo mío yo no podré volver, mientras siga
viendo las luces de Tinduf. En el Aaiún aún permanece esa noche oscura que guio
mis pasos hacia esta tierra».
Seguimos caminando despacio, íbamos de un
montículo de piedras a otro de arena. Aparecieron unas cabras en medio de la
oscuridad, luego las pequeñas construcciones de cemento y piedras. Estábamos
perdidos y teníamos miedo. Mi amigo sacó su linterna y empezó a buscar en la
arena. Encontró las huellas de un niño, de una bicicleta y de un gato. Entonces
me preguntó, ̶ ¿dónde estábamos? ̶ .
Le dije que no se preocupara, la luz de
nuestra casa brilla más que las otras luces y debemos de continuar hasta
alcanzarla.
Me preguntó sobre el color de la arena en una
noche oscura, recordé la historia de un abuelo que se perdió y gracias al olor
de la arena y el tamaño de sus granos, pudo volver a su casa.
Seguimos caminando, desapareció la luz
brillante. Ahora solo veíamos la luz de una estrella que nos iba llevando hacia
al sur, seguimos caminando sin ninguna referencia clara, hasta que surgió
delante de nosotros, los restos de un camión abandonado. Nos detuvimos. Mi
amigo siguió buscando entre varias huellas de hombres, mujeres y animales. Al
final no encontró nada.
Fuimos a una pequeña colina de piedras y
cuando estábamos en la cima volvimos a ver la luz brillante de nuestra casa,
hacia ella nos dirigimos en medio de las estrellas y la oscuridad. Cuando llegamos
a aquella casa de adobe y cemento, una mujer salió a nuestro encuentro.
̶ Buenas noches, a dónde habéis ido ̶ dijo
interrumpiendo el silencio de la noche.
̶ Nos hemos ido a la duna del sueño en busca
de estrellas ̶ le contestamos los dos a la vez.
̶ No volváis a ir solos, las luces del cielo
os pueden llevar a otro lugar ̶ contestó ella.
Entramos a una sala cubierta de alfombras
rojas, una chica joven de ojos brillantes, entonces nos dijo.
̶ podéis tomar el último té de la noche.
En el fondo se veía la foto de una duna
inmensa en la que se veían varias huellas. Mi amigo dijo entonces,
̶ hemos
llegado acompañados de las luces infinitas de la noche.
Yo sonreí mientras un extraño silencio aún
dominaba mi cuerpo.
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