ABC | Donato Ndongo-Bydyogo; Ilustración: ED CAROSIA
EL imperialismo europeo imprimió un cierto
sesgo al mundo, cuyas consecuencias son benéficas, o maléficas, según sean
usadas. Destaca la globalización de sus lenguas y culturas, concebidas al
principio como eficaces mecanismos de dominación, cuyo carácter excluyente
conllevó la agonía de otras. Pero el tiempo todo lo cambia, e impera hoy una
necesaria convivencia intercultural en un planeta común. Asiáticos y africanos
emergieron de su aislamiento multisecular, y ahora recorren la Tierra
expresándose en inglés, español, portugués o francés. Queda así patente la razonable
visión de anticolonialistas entonces denostados, Kwame Nkrumah, Amílcar Cabral
o Nelson Mandela, quienes, frente al retorno al terruño predicado por otros
tercermundistas desarraigados, se opusieron frontalmente al colonialismo sin
renunciar a la cultura del colonizador, factor ineludible de modernización.
Integración en la Humanidad que requiere un sólido arraigo en la propia
esencia, garantía de seguridad y estabilidad, indispensables para aportar
frutos maduros al acervo común. Lo escribió don Pío Baroja: unas tradiciones
estáticas, incapaces de evolucionar, llevan en sí mismas el germen de su
autodestrucción.
Sobradamente conocidas las literaturas
afroasiáticas no etnicistas, cuya importancia avalan notables exponentes
anglófonos, francófonos y lusófonos –Wole Soyinka, V. S. Naipaul, Salman
Rushdie, Ahmadou Kourouma, Emmanuel Dongala, Germano Almeida o Paulina
Chiziane–, permanecen olvidadas las otras literaturas hispánicas. Va siendo
imperativo asumir que la literatura en lengua española es mucho más vasta que
la producción de españoles y criollos latinoamericanos. Si exceptuamos al poeta
cubano Nicolás Guillén, resulta llamativo el cerco de silencio construido
alrededor de importantes creadores afrohispanoamericanos, hurtados al público,
inexistentes para los medios de comunicación e ignorados por críticos y
académicos de nuestro ámbito lingüístico. ¿Quién conoce la ingente y nada
desdeñable obra de Manuel Zapata Olivella (colombiano), Lucía Charún Illescas
(peruana), Nelson Estupiñán Bass y Luz Argentina Chiriboga (ecuatorianos),
Quince Duncan (costarricense) o Cristina Rodríguez Cabral (uruguaya)? Nombres
emblemáticos y punteros de la «negritud hispánica», que en nada desmerecen ante
otros que tanto encandilan.
Fenómeno iniciado en los albores de las
independencias americanas, a principios del siglo XIX: Hispanoamérica esconde a
sus negros, borrados de la historia que tan arduamente contribuyeron a forjar
desde todos los campos, del militar al cultural. Pervive así un estereotipo
consagrado en tiempos de esclavitud y colonialismo, desmentido por René Marán,
primer negro en ganar el premio Goncourt, en 1921: una raza incapaz de
articular un pensamiento lógico, relegada a la servidumbre, lo lúdico y
sensual: baile, canto, deporte. España, que debiera liderar y garantizar la
pluralidad alcanzada por la lengua que expandió por del mundo –hoy la segunda
más hablada a escala universal–, tampoco supera la mera retórica. Británicos,
lusos y franceses supieron integrar a los excolonizados más representativos de
sus culturas; Londres, Lisboa y París son metrópolis de diversidad
efervescente, cuyas lenguas, culturas y sociedades se benefician de estas
aportaciones. Pero en Madrid o Barcelona resulta harto difícil hallar libros de
autores latinoamericanos negros, filipinos, marroquíes, saharauis y guineanos,
aunque existen obras de indudable calidad procedentes de estos países, escritas
en español. Tema digno de consideración.
Es una realidad insoslayable la pujanza de
estas otras literaturas hispánicas. Las circunstancias de sus creadores agudiza
la marginalidad, rayana en marginación. Desde el ensimismamiento de España
–expresión de Unamuno– tras el «desastre del 98», no pocos escritores filipinos
prosiguen solos su heroica resistencia por la pervivencia del español en sus
islas. Solo algún erudito recuerda a José Rizal, la figura emblemática de este
nacionalismo cultural, alguno de cuyos títulos (Noli metan gere o El
filibusterimo) son reeditados. Claro M. Recto, Jesús Balmorí, Antonio Martínez
Abad, Daisy López, Guillermo Gómez Rivera, Eduardo Farolán, Adelina Gurrea, y
otros más actuales, siguen padeciendo la «incoherencia» impuesta al devenir de
la cultura filipina, señalada por el escritor José García Villa, quien acabaría
pasándose al inglés.
Desde que en 1877 Mohamed Chakor iniciara
su colaboración en el periódico madrileño El Imparcial, se ha ido tejiendo con
suma dificultad la relación entre rifeños y lengua española. Fue subrayado
durante el Coloquio «Lengua y Literatura Españolas en África», auspiciado por
el malogrado profesor Antonio Quilis y Celia Casado-Fresnillo, con ocasión del
V Centenario de Melilla (1998): los norteafricanos pretenden, pese a la
preeminencia del francés y del árabe, que el castellano sea un idioma
vernáculo, no marginal, tras siglos de penetración e implantación en Marruecos,
Argelia y Túnez. Pero solo la publicación de Diwan modernista. Una visión de
Oriente, de Abdellah Djbilou (1986), otorgaría carta de naturaleza a la
literatura hispano-magrebí. Surgieron otros creadores: Abderrahman El Fati,
Mohamed Sibari, Mohamed Bouissef-Rekab, Said El Kaddaoui.
La experiencia de Sáhara Occidental
adquiere especial dramatismo. La inconclusa descolonización de esa provincia
española, y los singulares avatares de su pueblo, abocó a los saharauis a la
orfandad. Si pudo parecer que perderían todo vínculo con la cultura hispánica,
el empeño de sus dirigentes impide su desgaje de la geografía lingüística
heredada de su historia. Meritorios los esfuerzos de las asociaciones de solidaridad,
aunque parecen más determinantes los vínculos establecidos con países
latinoamericanos, sobre todo Cuba. En Sáhara, la pervivencia del español
aparece como acto de resistencia, de afirmación nacional, una necesidad vital
de acotar espacios político-culturales diferenciados del entorno. Se desprende
de sus poetas y narradores, reunidos en la Generación de la Amistad,
constituida en 2005. Sus componentes-activistas destacados (Sara Hasnaui, Bahia
Mahmud Awah, Sukeina Aali-Taleb, Luali Lehsan, Limam Boisha, Larosi Haidar y
Saleh Abdalahi) abren espacios como y donde pueden, afianzando una joven
cultura nacional incómoda para muchos, cuya fortaleza reside en el buen hacer y
la firmeza de las convicciones.
Pese al oscurantismo desculturizador que
asola el país desde su independencia, la literatura escrita se consolida en
Guinea Ecuatorial. Ni el concepto existía cuando, en 1984, publiqué la primera
Antología de la literatura guineana. Hoy se estudia en medio mundo, salvo en
España y en el país nativo. Pocos comprenden que los creadores guineanos,
mayoritariamente exiliados por soñar una Nación habitable, se opongan a una
dictadura especialmente inútil, a la miseria moral y material inherentes, a
todas sus formas de manipulación. Se prefiere silenciarlos: temen su voz.
Donato Ndongo-Bydyogo, escritor.
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