Reza el viejo proverbio: el que se casa, casa quiere. Y, Maatala quiere la suya. Ya se había hecho lo primero, dignamente. Bien casado con la moza que le cautivó, que le susurró con los ojos lo que escondía debajo de su cotidiana y a veces elegante melhfa. Ese cuerpo celosamente cubierto y recubierto y que nunca nadie se osó a cuestionar y desde luego ella misma exhibe como arma de mil cañones.
Ella casa quiere, hijos y también alfombra para guardar debajo, quizás, la suciedad de los años incómodos del exilio. Lo demás del ajuar es pura patraña de la sociedad. Pero Fatma es digna de sí misma y Maatala es el merecedor “dignamente o no”, de sus motivadas ganas y anhelos. Ahora ellos son la nueva familia que reverdece en los campos de refugiados saharauis y de paso germinarán otra criatura que brotará desde la esterilidad de la incomprensión. Amén del porvenir.
El Sahara como nación, tristemente observa a sus coetáneos iniciarse en el cotarro de la vida conyugal y nada puede hacer por ellos. Maatala sacude su patriotismo una y mil veces para ganarse el pan y no le da. Ella menea su esqueleto pensando más acá de ese patriotismo y él apenas se resiste a la invitación más terrenal.
La abraza y la ama, la posee y se sacia. Entre susurro y ternura ella le exige y le recalca que casa aún quiere.
¿Y ahora qué?, balbucea Maatala. Y al ritmo de los tambores de una conciencia mermada por la razón de la sinrazón, se autoexilia en solitario en otras tierras de la mar adyacente.
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