viernes, septiembre 18, 2009

Ahmed Baba, II (por entregas)







Ahmed Baba cayó rodando sobre la arena golpeado por el todoterreno. Por suerte, sólo se lastimó el pie derecho. Mareado fue incapaz de incorporarse. Tampoco podía elevar su voz para captar la atención de sus compañeros que se alejaban. Hubiera sido un objetivo demasiado fácil para las balas que corrían de un lado a otro, pensó. Los disparos se fueron silenciando, hasta que por fin, cesaron. Ahmed Baba permanecía tumbado por completo sobre la arena. La oscuridad no distinguía nada sobre la tierra. Oyó voces a unos metros, no hablaban hassanía, pero conseguía entenderles: -No ha caído ninguno. Han huido...- Ahmed Baba vislumbró la posibilidad de escapar. Evitaba hacer ruido al respirar y con la cabeza entre la arena se mordía el labio para no gritar a causa del dolor que sentía en su pie.

Mina mira la pierna de palo de Bakar, los demás niños miran los labios del anciano que en ese momento se detienen. Bakar enciende la toba que guarda en el bolsillo de su derrah. Los niños dejan de mirar a sus labios y le miran a los ojos. El anciano, saca la maniya, la introduce en la toba y con un mechero la enciende al tercer intento. Aspira profundamente y muy lento expulsa el humo.

- ¿Qué le pasó a Ahmed Baba? - espeta un niño, sentado muy cerca del anciano, al no poder contener sus palabras.

- Tranquilo Sidi, Ahmed Baba anda todavía ligero por estas tierras. Tiene cerca de cincuenta camellos y una familia numerosa.

Mina se siente decepcionada, sabe que Bakar no tiene ganado. El anciano continúa con su historia:

... Ahmed Baba no se inmutó durante un tiempo que le pareció eterno, hasta que creyó oportuno moverse. Todavía faltaban un par de horas para que amaneciera. Reptó casi un kilómetro, y cuando creyó que estaba bastante alejado del muro, se sentó sobre la arena. Situó sus manos en el tobillo dañado y con un golpe brusco colocó el hueso en su sitio. Se levantó entonces con la pierna dolorida. Podía andar aunque cojeando bastante. Mejor era alejarse que evitar el dolor del pie – se convenció.

Avanzó, Ahmed Baba, sin saber con exactitud hacia donde se dirigía. Hoy no acertaba a adivinar en qué dirección debía caminar. Tan sólo tenía el presentimiento de que estaba regresando hacia su regimiento. El pie pesaba más a medida que se alejaba. Pero el joven seguía avanzando porque sabía que pronto le sorprendería el amanecer. Se agachó y tocó la arena que pisaba. Había notado alguna piedra dispersa en su avance. Pronto se dio cuenta de que estaba bordeando una especie de ladera por la textura de la arena y por la inclinación de la tierra. Entonces escaló la elevación montañosa hasta encontrar refugio entre unas rocas.

- ¿Dónde estaba? - preguntó Dudu, distrayendo a todos aquellos que estaban escuchando al anciano.

- Paciencia Dudu, todo a su tiempo - contesta tranquilo Bakar. Y aprovecha la interrupción para aspirar de nuevo de la toba. Continúa entonces:

Los compañeros de Ahmed Baba habían conseguido regresar antes de que amaneciera, sanos y salvos pero profundamente apenados. No sabían aún que su compañero estaba vivo. Aquella noche, los compañeros de Ahmed Baba no durmieron.

Ahmed Baba, entre las rocas y resguardado del frío, esperó a que amaneciera. Con el sol decidiría hacia dónde caminar. Amaneció como otros tantos días, aunque para Ahmed Baba no fue un amanecer cualquiera. Sentía pesadez en sus párpados y una continua molestia en su pie. El sol era más fuerte que cualquier amanecer, parecía un sol de mediodía. Miró Ahmed Baba a su alrededor y sólo encontró rocas con formas irregulares. Se levantó y caminó a través de la cueva natural en la que se había resguardado y donde los rayos solares ya penetraban. Oyó el sonido del agua. Se asomó entre las rocas y desde el alto en el que se encontraba divisó una tierra distinta a la que creyó dejar a la noche. Era una tierra con vegetación abundante. Sintió entonces una mano en su hombro, Ahmed Baba se giró sobresaltado. En milésimas de segundos, creyó que era un soldado marroquí, pero para mayor sorpresa, quien tocaba su hombro era una mujer de tez muy oscura, oronda y sin ropa. No parece saharaui -pensó Ahmed Baba. Tampoco marroquí, ni argelina... ¿Qué hace aquí una mujer? ¿Por qué está desnuda?... se le atropellaban en su mente las preguntas. Sus rasgos no encajaban con ninguna etnia que él conociera.

¿Quién eres? - preguntó asustado Ahmed Baba. La mujer entonces rió. Parecía reír por la forma de hablar del muchacho. ¿Qué haces aquí? –insistió Ahmed Baba. La mujer rió más fuerte, pero no contestó. Cogió de la mano al joven y caminaron entre las rocas descendiendo unos metros. Se movía rápido, sin un tropiezo. Ahmed Baba la seguía, intentando no tropezar. El muchacho estaba sorprendido por el paisaje que podía ver ante sus ojos. A escasa distancia, Ahmed Baba contempló como un animal de cuello extremadamente largo comía hojas de un árbol que no reconocía como una talha. Era un árbol distinto, con hojas verdes y muy frondoso. El animal estiraba el cuello para alcanzar las hojas más bajas, parecía una jirafa, pero, ¿qué hacía allí una jirafa?,- pensaba Ahmed Baba- ¡Si estamos en el desierto del Sáhara! El agua brotaba en forma de manantial muy cerca de ellos. No lo podía creer. ¿Dónde estaba entonces? Se introdujeron la mujer y Ahmed Baba en una pequeña cueva que surgía de la roca. Cobijados en la cueva se encontraban varias mujeres más y cinco o seis niños. Todos eran muy morenos, estaban desnudos y parecían alegres. Ahmed Baba se agachó para entrar. No entendía nada. ¿Estaría muerto?- se le cruzó por su mente ese pensamiento, aunque lo rechazó rápido al sentir dolor en su pie derecho. Recordó que estaban en guerra.

Los niños y las mujeres, mediante gestos, le indicaron que se sentara junto a ellos. Y así, lo hizo. Uno de los niños removía con las manos una masa oscura. Ahmed Baba miraba asombrado a aquella gente. El pequeño se levantó y situó en la pared rocosa sus manos llenas del ungüento negruzco. Volvió a untar sus manos y formando un semicírculo en la pared dejó de nuevo sus huellas. La mujer que había guiado a Ahmed Baba, cogió la mano del muchacho y suavemente la situó sobre la masa oscura. Ahmed Baba sintió que estaba caliente. Cogió entonces la mano del muchacho y la situó despacio junto a las otras huellas. Después de varios segundos, Ahmed Baba retiró su palma de la roca. En ese momento, la mujer soltó también su mano y le susurró varias palabras al oído. Ahmed Baba abrió de golpe los ojos. Se había quedado dormido.

El muchacho recapituló, postrado sobre la roca, lo que le había sucedido. El encuentro con la extraña mujer y la visión de un paisaje tan verde habían sido tan sólo un sueño. Probablemente al llegar a las rocas, el silencio y el cansancio le habían adormecido. Rió silencioso -era un sueño tan real– pensó. Ahmed Baba se frotó los ojos, miró a su alrededor, ya había amanecido. Esta vez estaba convencido de que estaba despierto. Además el pie le dolía demasiado.

Se incorporó, Ahmed Baba reconocía la tierra árida que divisaba desde aquel alto. Era la primera vez que subía hasta allí. Quizá la guerra no permitía hacer excursiones turísticas. Contempló su tobillo, estaba inflamado, pero el hueso parecía estar colocado de forma correcta.

Ahmed Baba comenzó a mirar a su alrededor con cuidado de no hacer ruido, temía no estar solo. Por causa de la erosión, las rocas formaban multitud de cuevas naturales. Ahmed Baba se levantó, apoyó su peso sobre el pie derecho -no está tan mal- intentó animarse. Y dispuesto, comenzó a caminar entre las rocas. En la parte interna de éstas aparecían pinturas rojizas de las que había oído hablar. Se acercó a uno de los grabados y con la mano empezó a recorrer figuras de animales: jirafas, rinocerontes... Recordó de pronto su sueño, sin darle importancia. Avanzó unos pasos y pudo contemplar a las mujeres bailando alegres danzas. Con sus dedos recorrió la figura de una de ellas, la silueta de una mujer oronda, fuerte y morena. Ahmed Baba había escuchado alguna vez que las pinturas rupestres se habían realizado hacía unos 10.000 años y que la mayoría representaban animales desaparecidos hacía siglos en el Sáhara Occidental.

Con una leve cojera, el joven continuó avanzando, entusiasmado con la visión de aquellas pinturas. Sabía que estaba a salvo. Al muchacho le costaba creer que en un tiempo en el Sáhara brotara agua de los ríos rebosantes. Continuó andando para descender unos metros e introducirse en una pequeña cueva en la que para acceder tuvo que agacharse. Una de las paredes rocosas mostraba las huellas oscuras de multitud de manos. Ahmed Baba se acercó un poco más y una vez que estuvo cerca, situó su mano sobre una de las huellas que parecía más grande que el resto. En ese momento, saltó asustado un paso hacia atrás, a pesar de la cojera. Recordaba al detalle su sueño.

Mina no puede evitar dar un respingo. Bakar de pronto calla, los niños permanecen en silencio con caras expectantes. Entonces, el anciano se levanta, sacude de arena su derrah y se dispone a caminar. Todos los niños le siguen con la mirada esperando a que continúe con la historia. Bakar camina despacio mirando hacia el suelo y con las manos unidas a la espalda. De pronto se oye la voz de uno de los niños:

- Bakar, ¿y que pasó después?

El anciano tarda en contestar. Escucha el alboroto de los chavales y antes de oír otra frase de protesta, se gira y se decide a contestar:

- Si Dios quiere, mañana seguimos con la historia de Ahmed Baba. Hoy estoy cansado.

(Continuará)

Sukeina Aali Taleb

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