El avión despegó del aeropuerto internacional José Martí a las seis de la tarde, las nubes cubrían el cielo de La Habana, desde mi asiento miraba por la ventana las casas y los campos de caña de azúcar, cómo se hacían más pequeños a medida que nos íbamos elevando. En mi mente quedaba aquel hermoso recuerdo de despedida, una carta de dos páginas escrita a mano que terminaba con un hermoso verso de Pablo Neruda de su poema quince “como todas las cosas están llenas de mi alma emerges de las cosas, llenas del alma mía” así de contundente eran esas palabras que cerraban uno de los capítulos más profundos de mi vida.
Intentaba resignarme a los sabores amargos y dulces de cada momento, pero mi cuerpo seguía bailando un hermoso bolero en la plaza de la Universidad de Oriente, no era consciente que en un par de días iba a reencontrarme con mi familia después de catorce años. Una sensación de amnesia y olvido prevalecía sobre mí, ya no recordaba las dunas, ni los oasis, ni las jaimas incluso tenía unas enormes dificultades para hablar el hasania que es la lengua de mis padres, me sentía más cómodo hablando castellano, comiendo un mango o una guayaba. Por más que intentaba volver a mis orígenes saharauis siempre terminaba perdido en un laberinto sin salida.
Mi corazón seguía en las calles de Santiago de Cuba y en el Cine Rialto viendo una película cubana que se llama Una Novia para David. Pero la novia que buscaba también estaba sentada a mi lado en aquel oscuro cine tocándome con sus finas manos la cara y la cabeza, mientras yo le susurraba en el oído bonitas palabras y le recordaba que mi nombre es de origen africano lo que significaba que éramos distintos pero a la vez iguales porque nos unía la fuerza de un deseo que estaba por encima de nosotros mismos. Abrí los ojos y de nuevo estaba en el avión rumbo hacia mi destino que eran los Campamentos de Refugiados Saharauis, la azafata del avión me miró con su sonrisa y colocó delante de mi asiento, en una pequeña mesa, una bandeja llena de comida. De primer plato había una ensalada sencilla con lechuga, tomate, pepino y cebolla, de segundo pollo con patatas fritas y de postre arroz con leche y canela, eran las once de la noche y estábamos atravesando el Océano Atlántico rumbo a Madrid.
Aquel veintidós de julio de 1995 volvía después de una larga estancia en la que aprendí a leer los Versos Sencillos de José Martí y a entender aquella parte de mí caribeña que aún se despierta cuando se acuerda del sudor, la música Salsa y el olor exótico de las frutas tropicales. Tenía una enorme duda y a la vez un extraño misterio, todavía no me acababa de creer que después de tanto tiempo vería por fin el verdadero rostro del desierto, un rostro de arena, dromedarios, turbantes y aquellas gacelas de las que de pequeño siempre me hablaba mi abuelo antes de dormir.
Después de cinco horas durmiendo incómodamente sobre la silla, anunciaron por megafonía a todos los pasajeros ajustar sus cinturones porque el avión en breves minutos iba a aterrizar en Madrid; salí corriendo al lavabo, mojé bien mi cara y mi cabeza con agua hasta que me desperté y luego volví a mi asiento y me despedí de mí mismo, porque tenía miedo al impacto del avión cuando roza la pista, siempre me da la sensación de que todos podemos explotar en un instante, lo que me llevó a sentir en el lugar más recóndito de mi alma un último adiós.
Bajé al aeropuerto de Barajas junto con varias estudiantes saharauis que terminaban sus estudios, cruzamos todos los controles y luego recogí mi maleta llena de libros, me dirigí a la oficina de cubana de aviación y una chica alta de pelo negro y ojos verdes me informó que tenía que esperar hasta el día siguiente para coger el próximo vuelo con destino a Argel y me dio cuatro tickes para la comida, cena, desayuno y comida. Me dijo “no podéis salir de esta sala”. El bar-restaurante estaba cerca; nos sentamos todos y empezamos a charlar de forma animada hasta que llegó el camarero y al intercambiar unas palabras con todos pensó que éramos latinoamericanos o libaneses le explicamos que éramos saharauis que acabábamos de llegar de Cuba; seguimos riéndonos y recordando lo que hicimos el último día en La Habana, pero yo no quería pensar en la foto de aquella hermosa chica e intentaba a toda costa escuchar, pero no hablar, mi corazón estaba atrapado en su propia encrucijada.
Cuando subí al avión de las aerolíneas argelinas empezó a cambiar todo, no entendía ni media palabra de francés y el acento con el que se habla el Árabe en Argelia me resultaba difícil de entender, me quedé recluido en mi asiento mirando alguna revista y sin hablar absolutamente nada. Pasadas dos horas llegamos a Argel y al otro día salimos a Tinduf; seguía sin entender nada y me limitaba a observar y callar porque tenía un enorme temor a equivocarme o decir alguna palabra fuera de contexto.
Todavía sin acabar mi desayuno llegamos a Tinduf, bajé rápidamente para ver el desierto después de tantos años, cuando pisé la escalera y miré hacia abajo, una masa de aire caliente impactó en mi cara, sentí que me estaba quemando. Volví dentro del avión terminé de desayunar y fui el último en salir sin ninguna prisa.
Catorce años después volví a ver a mi madre, mi padre, mis abuelos y mis hermanos, de todos ellos solo reconocí a mi abuelo; observé la jaima y aquella enorme planicie desnuda y volví a recorrer con mi alma de cubano y mis raíces beduinas la intensidad de una noche mágica llena de estrellas y silencio.
Ali Salem Iselmu
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