domingo, julio 23, 2006

El mar

...el niño pidió a su padre:
- ¡ Ayudame a mirar ¡

Eduardo Galeano. El libro de los abrazos



- Papá —preguntó Budda— ¿por qué el agua sólo llega hasta aquí?
- El agua la retiene Dios, para que el mundo no se inunde- respondió el padre.
- Y ¿por qué hace tanto ruido? —volvió a preguntar el niño.
- Porque está bravo —fue la escueta respuesta del padre.

Budda, quedó un rato pensativo, con la duda en la punta de la lengua, hasta que otra interrogante se deslizó por sus labios, como sin querer:

- ¿Qué le han hecho para que esté furioso?

Su padre sonrió por tantas preguntas, como un racimo que no acaba, y levantó a Budda por los sobacos, lo lanzó al aire, y en fracción de un segundo, volvió a agarrarlo con un abrazo. La interrogante del niño quedó en el aire, y se esparció, abandonada en su intrínseca desolación.

Fue por culpa de otra desolación, más grave y profunda, que el padre de Budda, decidió llevar su hijo, que a penas tenía seis años, a la ciudad, para ver por primera vez el mar. En la casa donde se hospedaron, el hijo de la familia, un año o dos mayor que Budda, le explicó que el mar era agua. Mucha agua. Agua azul y blanca. Esa agua , que decía el niño, no era igual a la que había en el depósito, que está en el patio de la casa, ni era la misma, que él ha visto en los pozos del desierto. ¿ Cómo puede ser azul y blanca ? —se preguntó Budda—. El otro niño buscó su pequeña pizarra escolar, y con una tiza le dibujó unas lineas mezcladas en forma de ondas.

- Estas son olas -le dijo- El mar es olas, muchas olas. Olas grandes. Altas. Más altas que tu padre y que el mio. Más altas que todos los hombres. Budda seguía sin entender. Como referencia sólo tenía la Badía, el lugar de pasto y nomadeo. Allí cuando cae la lluvia y se forman los charcos, a veces su padre y los otros hombres recogen agua para el frig (campamento). Con la ilustración del dibujo, el otro niño sólo logró despertar, todavía más, la curiosidad en Budda, y dejó de hablarle del tema, y se alegró mucho aquella tarde cuando lo vio, por fin, junto a su padre, partir hacia el mar.

Era una tarde soleada. Transparente y hermosa. Y un aire fresco y puro lo envolvía todo. La brisa del océano, la mezcla de intensos y suaves aromas, el olor del pescado, ese amasijo embriagó a Budda y le proporcionó una sensación de inefable felicidad.

Y vio el mar. Enorme. Infinito. Majestuosamente azul. Vio las olas. Las blancas espumas. Las barcas de los pescadores. Vio hombres sentados sobre neumáticos, que flotaban sobre el agua. Otros remando, peleándose palos en mano contra la furia de las olas. Vio pescadores retirar de una barca cientos de peces. Peces que tiraban sobre la arena, mientras son despojados de la vida, danzaban en medio de su última agonía. Budda soltó la mano de su padre, corrió hasta cansarse. Se detuvo y miró las olas que llegaban y volvían irritadas. Observó a Dios intentando detenerlas. El Dios de su mente, era una de aquellos pescadores, que iban recogiendo su cosecha, "su pasto", desamparado en la orilla. Lo imaginó con las manos extendidas, haciendo un esfuerzo inmortal, para no dejar que las olas pasaran más allá de la orilla. Vio una mujer, que sacaba azúcar de un pañuelo y lo esparcía sobre el mar. Budda se acodó en la arena para observarla. Se parecía tanto a su madre en la serenidad de los gestos, en la manera de inclinarse... Vio la misma sonrisa. El brillo de sus ojos. La misma voz. Y cada vez que él lloraba, ella sacaba el pañuelo que guardaba en el baúl grande de la jaima, y le colocaba un poco de azúcar en la mano, para tranquilizarlo, y una caricia que le proporcionaba enormes seguridades.

Budda despertó, engañado por la nostalgia, en el mar de otra lejana tierra.

Limam Boicha

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