Texto: Mohamidi Fakala, periodista y
escritor saharaui que escribe desde los campos de refugiados saharauis en el
sur de Argelia. Foto Biblioteca de Chej Malainin, Smara: Archivo/Mili en el
Sahara
Por muy larga que sea la distancia siempre
ha tenido el valor de una impronta de
estaciones dispares que han hecho del viaje una sola transcurrencia, y
los pasos jamás se percibieron cansados
en la inmensa senda que llevaba a buen arribo. Las llanuras por muy altas que
sean terminaban en las crestadas de las dunas, con golpes de los vientos. Y los
ríos, morían de sed sin que abandonaron los cauces, mas también no cambiaban de
nombre a fin de dejar las evidencias bien claras. En esa geografía de hechos y
accidentes. Nunca faltaron aquellos cuerpos juncos de los hombres del desierto,
afanados desde muy temprano en un vaivén por los caminos más lejanos a fin de
no alterar los prodigios que la
naturaleza les brindaba. En esa concordia con el tiempo, y por mucho que
las piedras y las arenas se aunaban en contra, nunca fueron un obstáculo ante
todo intento. Las proezas y las enseñanzas sin embargo eran el móvil de una
razón, y un apretón de manos igualable a los ladridos de la vida misma. De esa
simpleza, que no tenía nada de anacrónica, nació el esplendor de los desierto
en el corazón de muchos hombres y mujeres, que se agruparon consistentemente
entorno a una fe inquebrantable, y una pacificidad aguerrida, que de la misma
hicieron un módulo de identidad existencial a pesar de los desafíos.
Una consecuencia humana de pobladores que
lograron con el tiempo adentrarse en los lugares menos sondeados del Imperio
desierto. Es otra señalización de las rutas inexplorables, pero también como
entendimiento de una pasión inevitable. En ese sentido, Los símbolos
jeroglíficos, relanzaron las conquistas, abrieron por igual otros caminos. Para
que más tarde, en los albores del siglo III a.c. apareciese el abecedario
consonántico de los líbicos, que revolucionó en parte el entendimiento, a
través de unas líneas que se leían de derecha a izquierda. De esta manera la
escritura tifinag dejaba plasmadas las huellas en toda la región desértica. Los
orígenes de esta civilización aún se constataban con sus sepulturas bajo un
acopio de piedras. Sin embargo, desaparecieron con el tiempo sin juicio ni
ruido, pero no antes de haber esculpido sobre relieve de piedras los nombres de
los ríos, montes, páramos y pozo de las regiones de Tiris y de Zemur.
Motivados quizás por otros afanes, llegaron
posteriormente los primeros ejércitos árabes con su lengua materna. De hecho,
se consumaba la conquista del norte de África en el siglo VII por los hombres
venidos de la península arábiga. En efecto, la escritura, el conocimiento y las
letras se habían expandido por todas las direcciones, como los grandes
ejércitos. Y a raíz de toda esa evolución, se consagraba con el transcurso de
los tiempos pactos en aras de conquistas territoriales. Y en 1885 se concretaba
de hecho la colonización española a los territorios del Sahara occidental. Pero
uno de sus principales implementos como potencia colonizadora: la lengua de
Cervantes no fue aceptada en principio con ese deseo mayor por parte de los
pobladores autóctonos, hasta la consecución real del proceso de
sedentarización, que coadyuvó en la propagación de un nuevo idioma venido más
allá de los mares, y que se leía totalmente diferente, es decir de izquierda a
derecha. Es la diversidad de una coincidencia que ha hecho girar las ruedas de
la emancipación de una sociedad, que ha optado en orientar la dirección de su
propio viaje con acento hasani en el que no faltarían, por supuesto, aquellos
ingredientes de raíces híbridas.
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