El texto narra una escena de 1980,
cuando estaba finalizando la construcción del nuevo puerto de Tarfaya, apenas
300 metros más al sur del viejo muelle español, por parte de la empresa
francesa Adoedin y empezaban a desaparecer para siempre los últimos vestigios
españoles del lugar.
Tarfaya, o Villa Bens como la llamaban los
españoles, es un diminuto pueblo costero situado en la costa noroccidental de
África, vigilando impasiblemente el célebre cementerio de barcos que se
extiende ante los cimientos arenosos de Cabo Juby. Desde tiempos remotos, su
costa era temida por toda suerte de marinos, pues su profundidad parecía variar
por arte de magia en un santiamén, haciendo caer a las desafortunadas naves en
una trampa mortal que las convertía en pocas horas en un pecio aguado y tullido
que grita ayuda en las arenosas playas del silente testigo de casitas blancas.
Y lo misterioso del caso es que Tarfaya tiene un faro, sí, y lo tiene desde
1882, que fue cuando el inglés Donald Mackenzie hizo construir un fondeadero al
que llamó Puerto Victoria. Hoy en día, se pueden ver todavía los vestigios de
aquel ambicioso proyecto inglés que murió nada más nacer, quedando únicamente
el edificio resquebrajado que sostiene el vetusto faro en su esquina posterior
derecha. Cada quince días, un resignado barquero perteneciente a las tribus de
la zona, aquellas que sellaron un pacto de hermandad con los primeros españoles
que se instalaron en el territorio, rema al son de las sonrientes olas del
terrible Atlántico y se dirige ensimismado al soñoliento arrecife verdoso sobre
el cual se yergue la cansada Casamar, que es el nombre que le dieron los
españoles al edificio de Mackenzie y que hasta hoy en día siguen conservando
los habitantes autóctonos del lugar. Una vez allí, se dispone a cambiar la
enorme bombona de gas mientras sus ojos lacrimosos escrutan el inmenso
horizonte marino en busca de un sueño ya perdido pero no olvidado; en busca de
la imagen milagrosa de una isla paradisíaca que desde edades remotas había sido
divisada por sus ancestros cuando el tiempo y el mar lo permitían.
Escruta una y otra vez pero sólo logra
percibir alguna que otra embarcación tambaleándose en los brazos del mar,
apenas un puntito borroso e intranquilo en la línea del ocaso, sin embargo,
ella, Fuerteventura, no aparece. Baja los ojos para cerciorarse de que el
arrecife sigue igual: las numerosas fosas donde reinan la morena y la anguila,
los tranquilos charcos donde se hospedan las langostas rezagadas rodeadas de un
sinfín de peces que imitan al arco iris, las gaviotas que vigilan serenas desde
lo alto de los mojones rocosos que marcan el lugar. Cuando termina de sujetar
la nueva bombona en su nicho, vuelve la vista en dirección opuesta, hacia su
pueblecito natal con nombre de árbol, Tarfaya, árbol de tamarisco. En la parte
norte, apenas percibe medio ahogadas ya en las amenazantes arenas trigueñas, un
pequeño grupo de casitas coloreadas que se desliga desafiante del resto de la
villa e, incluso, tiene nombre propio: Albueblo. Su mente se retroalimenta
instintivamente de imágenes de su infancia, de cuando tenía diez años y debía
levantarse temprano para ayudar a su padre en la pesca durante dos horas, para
luego dirigirse a la escuela española donde recibiría clases de un maestro
cristiano de pelo amarillo y ojos de gato. Por aquel entonces, él vivía en esas
casitas ahora coloreadas coquetamente y a las que la administración española denominaba
“el pueblo de pescadores”. Con el paso de los años, la denominación fue
variando y perdiendo peso paulatinamente hasta convertirse en lo que es ahora:
Albueblo.
Al sur, como un eterno espejismo, se yergue
coronando una dócil colina el matadero municipal donde acaban sus días las
reses cebadas, durante meses, para tal menester. Hacia el norte y a unos
doscientos metros del matadero, yace la macabra, el cementerio musulmán
inundado de piedras y recipientes carentes de edad y color. Siguiendo la misma
línea imaginaria, hacia el norte y a unos trescientos metros, se encuentra
camuflado y medio asediado por nuevas construcciones el viejo cementerio
español, del que únicamente restan los nichos huecos y abandonados y un sinfín
de lápidas troceadas y desparramadas por todo el camposanto. Desde aquí y
mirando exactamente hacia el levante, se levanta orgullosa la casa de uno de
los hijos del legendario Chej Ma Lainín. Más hacia el norte, se extiende la
pista de aterrizaje que un día se vio acariciada por el avión de Saint-Exupéry,
el padre de El principito. En este momento, desde lo alto de la construcción de
Mackenzie, la mirada del hombre del faro pareció ver, cuarenta años después, al
escritor y piloto francés metido en una vieja piel de león traída de no se sabe
dónde, posando sobre las dunas del lugar para que sus compañeros le
fotografiasen. Mas la imagen desapareció para ceder su sitio al gigantesco
hangar que domina el nuevo aeródromo. Una sonrisa iluminó el semblante cansado
del hombre del faro al posar sus ojos sobre la enorme construcción que ocupa
gran parte del paseo marítimo. Es la antigua ciudadela española en cuyo recinto
se resguardaban todas las oficinas y funcionarios, el hospital, el taller, las
caballerizas..., y donde de pequeño, él, junto a sus inseparables amigos Breiha
y Lud, se las arreglaban para introducirse y alcanzar la farmacia del hospital.
Una vez allí, rodeados de maravillosas cajitas de milagrosos medicamentos,
botes y frascos de todos los colores y tamaños, se emborrachaban bebiendo hasta
reventar de las enormes botellas del dulce jarabe color miel. Y la dulce
sonrisa se convirtió en amarga mueca cuando sus ojos se posaron, por accidente,
sobre una de las cuatro atalayas que custodian actualmente el recinto. Cuatro
soldados armados con viejos fusiles de repetición modelo 36 se distinguen,
tristemente embutidos en sus amenazantes uniformes verduzcos, barriendo las
proximidades y prestos a dar la alarma ante cualquier indicio de peligro.
Levantó la vista dirigiéndola hacia el infinito celeste, soltó
inconscientemente un “Dios nos salve de guerras” y escurrió la vista en sentido
del viejo muelle español, roído por el tiempo y arrodillado ante las
inclementes aguas del Atlántico. Cuántas tardes de estío las pasó acariciando
su sedal sumergido en las mansas aguas defendidas por el muelle; su sedal que,
a falta de caña, estaba enrollado a un bote vacío de insecticida. Cuántas
veces, junto a Breiha y Lud, se mofaron de la mala fortuna del cabo Garsía que
se pasaba el santo día amarrado a su caña de pescar sin apenas pescar nada. Al
atardecer, cuando ya tenían que volver a casa, le daban a Garsía la mayor parte
de lo que habían pescado y se morían de risa al ver la cara de contento que
ponía. Al fin y al cabo, ellos eran hijos de pescadores y ya se encargaban sus
padres de proveer sus hogares de mucho y buen pescado.
Gritos y silbidos llamaron su atención
desde la otra parte de la playa, hacia el sur, donde un grupo de mozos
semidesnudos jugaban al fútbol, ajenos al alboroto y a las polvaredas que a
pocos metros de allí originaban los enormes camiones y tractores afanados en
procrear un nuevo muelle. Escrutó los toscos y gigantescos pilones de cemento
armado amontonados de manera que parecían erigirse en monumento a alguna
divinidad desconocida. ¿De dónde provendrán esos pilones?¿Y los trabajadores
del enorme muelle? Seguramente de Francia, o vete a saber. Él, el hombre del
faro, no sabía nada de todo eso porque nadie le informó. Eso sí, él conoce
perfectamente la factoría de Mackenzie, su Casamar, construida por albañiles de
su paradisíaca Lanzarote con 30.000 cantos que fueron traídos desde Arrecife y
pagados a 15 reales la unidad. Conoce cada metro cuadrado de la construcción,
dónde hay que pisar y dónde no, pues la madera del piso de la segunda planta
está carcomida por la humedad y el tiempo, convirtiéndose en una mortal trampa
para quien se aventure a merodear por las oscuras habitaciones del edificio
ocupadas por cientos de palomas europeas que se toman un descanso en su largo
viaje hacia el sur.
De hecho, él es el único humano de la
comarca capaz de pasar revista a los veinticuatro compartimentos de la factoría
sin ningún temor a que la traicionera madera lo engulla. No en vano lleva ya
más de cuarenta años mimándola, alimentándola, vigilándola..., día y noche,
haga calor o haga frío, siempre estuvo allí presto a intervenir en cualquier
tarea o acción relacionada con la supervivencia de la Casa de Mar, su Casamar.
Cuántas noches pasadas en vela cuando las gigantescas olas del Atlántico en
furia se convertían en titánicas garras que se clavaban sin piedad alguna en la
espalda pétrea de su venerada construcción. En esos momentos, y a pesar de que
desde la diminuta ventana de su habitación veía cómo la luz del faro aparecía y
desaparecía con la misma frecuencia de siempre, sólo pensaba en lo desgraciado
que sería al día siguiente cuando viera los cantos traídos de Arrecife
amontonados en ruina sobre el arrecife verdoso. Se pasaba toda la noche a la
escucha, temiendo percibir entre el bramido asesino del Atlántico el agudo
grito de agonía de Casamar. Por la mañana, una vez cerciorado de que todo
estaba en su sitio y la bella edificación seguía en pie desafiando al mar, él,
el hombre del faro, daba las gracias a Dios y se iba a dormir tranquilo.
Volvió a asegurarse de todos los cierres y
llaves del sistema del faro, levantó una vez más la vista en dirección del
ocaso, Fuerteventura seguía remisa a mostrar su desnudez; la volvió hacia el orto,
y las níveas fachadas de estilo colonial del paseo marítimo le enviaron un
saludo matutino de aire español que le trasladó décadas atrás, en especial a
esa fresca tarde de primavera en la que junto a Breiha y Lud fue testigo del
milagro del cinematógrafo. Un español, de esos de pelo amarillo y ojos de gato,
manipuló un artefacto y, como por arte de magia, en la enorme pared blanca de la
oficina de correos aparecieron soldados de carne y hueso que disparaban,
aviones que volaban, barcos que se hundían... Breiha, Lud y él se habían
quedado hechizados y desde entonces jamás faltaron a las fabulosas sesiones de
cine que cada sábado proyectaba un sargento español. Bajó sigilosamente las
delicadas escaleras de madera, sujetando la bombona por la boquilla y dejándola
esquiar por inercia sobre los bordes carcomidos de los escalones hasta llegar
al piso de la primera planta. Luego, tras repetir la operación para alcanzar la
planta baja, se dirigió a su pequeña barquita amarrada a las rocas de las
tranquilas aguas del reducido embarcadero. Instaló adecuadamente la bombona
vacía y de manera refleja se volvió hacia la imponente fachada de piedra, sus
ojos, por enésima vez, lamieron cada una de las letras selladas en la placa
testimonial de la pared: Donald Mackenzie Port-Victoria. North Western Africa
Company. 1882. Se acomodó en su asiento, colocó los remos y, mientras
maniobraba para salir del embarcadero y tras inspeccionar con la vista la
pequeña barca, se dijo “necesita un refuerzo, esta tarde la calafatearé”. De
cara a su adorada Casamar, remó en dirección a la playa. Tras remar cincuenta metros,
pudo ver, como siempre, el faro radiante que tantas vidas y embarcaciones había
salvado a lo largo de un siglo de vida. Ese faro al que se refirió el
corresponsal del El Día en 1886 en los siguientes términos: “De noche lució un
faro rojo sobre la azotea de la casa de Mackenzie. Es la única luz que brilla
en la costa de África desde cabo Espartel hasta el Senegal”. Él, el hombre del
faro, de nombre Mojtar, El Elegido, siguió remando parsimoniosamente sonriente
y feliz de haber ayudado una vez más en la supervivencia del faro, el faro de
Casamar. Y otra vez recordaba las palabras del cabo Garsía tras regalarle el
pescado: “Gracias chicos, sois muy buenos. La gente de Tarfaya es muy buena”. Y
seguía remando eternamente en su mar de ensueño español hasta que las arenas de
la playa, de nuevo, le devolvían a la realidad.
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