Texto: Ali Salem Iselmu. Ilustración: Fadel
Jalifa
Cuando lo vi estaba temblando de frío,
tenía la cara cansada después de una larga noche en la que se quedó sólo
sujetando las cuerdas de la jaima, en aquella tormenta de arena.
Él conocía de memoria cada estación. Sabía
que la estrellas cuando caían inclinadas al sur, anunciaban los vientos del
Este que solo traían una arena oscura y espesa en la que nadie podía
orientarse.
Cuando él perdía toda esperanza en aquel
cielo, que había salvado a sus antepasados, entonces acudía a las palmeras de
los oasis y empezaba a rezar con las manos abiertas, buscando milagro en el
Este, sin olvidar nunca los vientos húmedos del Sur. Aquellos que traían el
olor del agua y hacían correr a los animales, cuando intuían que una nube
salvadora se precipitaba de aquel cielo lleno de colores enigmáticos.
En aquella confusión de nubes y tormentas,
él miraba con la mano izquierda apoyada sobre su frente, haciéndole una pequeña
sombra. Dirigía sus ojos al sur-este, oteaba el horizonte una y otra vez. Sabía
que no podía equivocarse.
De su mirada dependía la vida de aquellos
hombres que habían aprendido a observar e interpretar el cielo, pero él tenía
la última palabra, el primer paso de aquella estirpe de hombres y mujeres.
Un error le suponía la vida o la muerte.
Empezaba a caminar descalzo sobre la fina arena. Cuando se sentía perdido e
inseguro. Cogía con su mano derecha un cuenco y bebía, hasta llenar su boca.
Miraba al Este y expulsaba de sus labios un chorro de agua[1], para detener el
viento de arena.
Él era el guía, el hombre que conocía la
sombra de los árboles y el brillo de las estrellas. Sabía distinguir cada
estación.
Cuando cesó la tormenta, observó los
pequeños montículos de arena que se habían formado alrededor de los arbustos.
Sabía que no estaba perdido.
Un viento suave y húmedo empezaba a soplar,
los animales caminaban decididos. Sabían que aquel viento había dejado sobre la
tierra pequeñas charcas de agua.
El bochorno desaparecía del cielo, un sol
de color intenso anunciaba el fin de la estación de verano.
Después de la tormenta de arena, la lluvia
volvía a penetrar en la seca tierra dándole vida. El último sabio del cielo,
volvía a colocar su turbante sobre su cabeza, tapando sus labios. En su mano
derecha llevaba un rosario que movía suavemente con sus dedos, mientras iba
recordando los años de lluvia y sequía.
Su estirpe de la que aprendió los colores
del cielo, las gotas de agua y los granos de arena, le había encomendado un
último deseo, seguir descifrando las huellas que dejaba el viento sobre la
tierra.
Ese año, se advertía en sus ojos pintados
de rojo. Es el año en que el agua volvió a correr sobre las dunas, deteniendo
el feroz viento de arena y salvando al último erudito del cielo. Cuando él
empezó a respirar el aire húmedo tocó la arena mojada, miró a su alrededor y
con tono pausado dijo:
– Aquí acamparemos, este será el año de la
hierba Etmara[2].
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[1] Tradición entre los nómadas saharauis cuando veían el peligro de un
vendaval que avanzaba hacía sus jaimas. Llenaban la boca de agua y la escupían
hacía la dirección desde donde le venía las tormentas del siroco para
desviarlas o detenerlas.
[2] Hierba que da nacimiento a una flor blanca. Cuando se seca, se
convierte en una costra de espinas.
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