Texto y foto: Mohamidi Fakala, escritor y
periodista que escribe desde los campamentos de refugiados saharauis en el sur
de Argelia.
Cuatro óleo de M. Moulud Yeslem
Malada nunca se paró frente a una administración
pública para tramitar papel alguno. No los necesitaba, porque le bastaba con
ser una saharaui, motivo que esgrimía para residir en un palmo de tierra
liberada.
Cuando se recrudecieron los enfrentamientos
entre los saharauis y los marroquíes allá por los años ochenta a sus padres
casi les alcanzaban los obuses en el interior de la jaima. Por tal motivo, se
vieron obligados a refugiarse en las cercanías de la ciudad argelina de Tinduf.
Sin embargo, Malada se encargó del cuidado de los rebaños de cabras en la parte
oriental del Sahara, a pesar del peligro que suponía su permanencia a solas en
el desierto. Por tanto, la destreza de esta mujer no se limitaba únicamente a
la manera con qué regía el pastoreo de los animales que llevaban la marca de
fuego del longevo padre, Ali Salem Hmad, que le había encargado responsabilizarse
de ellos, antes de partir hacia otras tierras lejanas. En la zona de Zemur, hoy
en día, Malada es conocida como una mujer estoica, valiente y entregada.
La vivienda saharaui en la que residía
desde hace ya más de tres decenios miraba, como es tradicional, hacia el sur y los
rayos del sol incidían en el interior de una jaima que albergaría no más de
cuatro personas. Un hogar reducido, ligero y de pocos utensilios, los
necesarios. Pero todo se ajustaba a un orden milimétrico, bajo el caballete de
madera del que se colgaba un odre rellenado con agua fresca. Un cuadro que
dejaba al visitante inmerso en la obstinada calma del desierto. La señora salía
y entraba, faenando incansable, y el cayado dorado en la mano hasta que el sol se
perdiese en las tinieblas de los mares. El asno, el perro y las cabras
representaban para ella la mejor compañía, tanto en tiempo de fertilidad como de
sequía. El olor del arsa, estiércol, de la majada era bien notable en
las cercanías.
La jornada no llegaba a su fin hasta que
regresaban los rebaños, a toda prisa, de los parajes donde apacentaban. Malada,
una beduina de carne y hueso escueta en el habla, al tomar la palabra hacía énfasis
en todo aquello que le gustaba al son de un indetenible ademán de manos. No
renunciaba a la serenidad del desierto con facilidad, una elección de vida o
muerte. Esa era la promesa hasta que todo tocase fondo definitivo. Hablaba, sin
tapujos ni miramientos. Y de niña a mujer había aprendido con el ensueño de un
hada solitaria los difíciles entresijos de un mundo implacable. Es cierto que
Malada no poseía alas para volar. Sin embargo, tenía puestos los ojos en el
cielo, persiguiendo en qué horizonte caerían las últimas gotas de las nubes. La
tierra, el cielo y los animales se reunían con esmero bajo la senda nómada de Malada.
Mujer ya de edad avanzada, no mostraría atisbo
alguno de desilusión en el rostro a pesar de la difícil tarea que se le había
encomendado. En cambio, las huellas de los años eran más que evidentes en el
enjuto cuerpo tostado por el sol y las soledades. El tiempo le había enseñado que
los infortunios de la vida en el
desierto solo se podrían superar con la constante movilidad de un lugar a otro,
excepto en días cálidos, cuando la sombra y el agua se convirtiesen en un
vergel desconocido. Malada beatifica el alma con tranquilidad para poder
superar las inclemencias que imponía, a veces, la naturaleza del desierto. Una
mujer descomunal. Se llamaba Malada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario