El maestro ordenó a los tres muchachos ponerse de rodillas, con las manos extendidas en el aire, y la nariz contra la pared, el más grande de los tres no quiso obedecer e intentó discutir. Otro maestro de aspecto flaco, con un bigote confuso y ridículo, que se encontraba un poco apartado, apareció desde atrás con un palo de madera y le propinó al chico un golpe en la espalda, con una fuerza tan brutal que el chaval cayó de rodillas, aquel inesperado gesto violento nos dejó a todos sobrecogidos.
Era el principio de la noche cuando varias muchachas salieron precipitadas de su recinto hacia el patio del internado. Algunas hablaban y se lamentaban en voz alta, otras movían las manos y la cabeza haciendo mil gestos, se reunían y se dispersaban, a veces levantaban la voz y otras se susurraban cosas. Cerca de donde se encontraban pasó un hombre, que al verlas en esa situación se acercó a preguntarles. Ellas formaron un círculo en torno a él y más que responder, le abrumaron con preguntas al unísono, como si aquél hombre alto y flaco, con la espalda encorvada, cuyo oficio no era más que encender y apagar el generador de luz del internado y mantenerlo en condiciones, pudiera hacer algo al respecto.
Al principio no era más que un murmullo, un ligero rumor probablemente difundido sin ninguna intención, que se expandió en el aire como una densa nube, una nube que a medida que avanzaba se iba volviendo cada vez más delgada, al dejar algo de ella en cada lado, de una esquina a la siguiente, de un oído a otro y de ese oído a una boca alegre y nerviosa y en forma de brisa verbal, que también nos alcanzó a nosotros, que andábamos sin rumbo por el internado. Aquel susurro llegó y se mezcló con nosotros y con nuestras pisadas, con el polvo que levantábamos en medio de los juegos y gritos y lo asumimos como si fuera un invento nuestro, una decisión plena adoptada por cada miembro del grupo.
Fue durante el transcurso de la noche, que era calurosa, con una encantadora luna llena, y había un silencio extraño que se derretía por los pasillos de los dormitorios, cada hora que pasaba olía a soledad y abandono, un abandono sutil y nada anunciado. Debieron ser ellas las primeras que lo notaron aquella noche, cuando habían ido a revisar todos los dormitorios y se percataron de que sólo quedaban alrededor de veinte muchachas de un total de ciento y algo, y dijeron al hombre encargado del generador de luz que fueron a mirar en otras partes y no habían visto más que cinco o seis, que algo raro estaba pasando, que cómo era posible que no se enteraran antes, que no era normal, que dónde habían ido a parar el resto de las muchachas.
Ellas nunca se fugaban pero todavía no se sabe cómo desencadenaron la mayor y la más inusual de las fugas que se recuerda en el internado, nadie sabe si la manera en que comenzó fue premeditada o no, pero al menos sí es cierto que sin el ruido de aquél grupo de chicas que salieron a dar la “alarma” no se habría producido la espantada de los chicos.
– Si la mayoría se ha fugado, ¿por qué nosotros no? – preguntó Shuein, el más decidido y loco del grupo, cuando ya era demasiado evidente la fuga en tropel.
Nadie de nosotros sabía cómo se planificaba una fuga, estábamos al corriente de que los más lanzados que se escapaban del centro eran ya adultos y no tenían miedo, al menos eso era lo que confesaban cuando reaparecían los viernes por la tarde y alardeaban de todos los obstáculos que habían tenido que superar para llegar hasta los campamentos y volver. Casi siempre se burlaban de los controles que hacían los maestros y educadores del internado, mientras nos encandilaban con sus relatos. Y ahora éramos nosotros quienes íbamos a protagonizar lo que tantas veces no era más que un sueño lejano.
Recuerdo todavía cuando nos encaminamos al depósito para beber más agua, porque la única manera que existía de fugarse del internado en aquel momento era a pie y por el desierto. Subí encima del depósito de agua y mientras me pasaban un enorme plástico en forma de garrafa para beber, me embargaba una extraña sensación. Bebía el agua para espantar la sed y mientras el líquido descendía por mi garganta, golpeaba mi pecho indicando que me iba a escapar y movía la cabeza para confirmar a los demás que iba con ellos, que estaba decidido a embarcarme en esa aventura que siempre me sedujo, pero que también siempre pensé que era una batalla a la medida de unos pocos.
Aunque tenía miedo, sobre todo por las historias que se contaban sobre fantasmas que pululaban, no sólo en los pasillos de los dormitorios, las esquinas oscuras del internado o en la tenebrosidad de los baños, sino más allá del internado. El personaje más aterrador de ese invisible mundo era una loba-fantasma que decían vivía en la sebja, el lago reseco y salino entre el internado y los antiguos campamentos de Rabuni; ese, decían, era su hogar predilecto, allí comía y dormía y su fantasmal presencia era como un centinela, un espantapájaros, ideada quizás por la imaginación colectiva y la imponente presencia del cementerio a la entrada de los campamentos. Por allí sólo se aventurarían los adultos, que al ver o escuchar los gritos y lamentos de los fantasmas o de los seres de ultratumba no les saldría el corazón rodando como una pelota, pero aquella noche era espléndida, y tanta luz natural sólo podía inspirar confianza.
Después de medianoche, cuando el generador de luz fue apagado y dentro de las habitaciones todo quedó oscuro, decidimos salir. Éramos seis y partimos de dos en dos, en dirección al campo de fútbol, que no era más que dos porterías y arena y estaba rodeado de un muro de adobe. A través del muro esquivamos la colina que quedaba a la izquierda para no llamar la atención del guarda, su puesto estaba situado justo encima de la colina, pero probablemente a esa hora estaría durmiendo. Mientras, su aparato de radio, del que nunca se separaba, cambiaba de frecuencia según la intensidad de su ronquido. Nos alejamos de la escuela y durante un largo rato no se escuchaba más que el ruido de nuestros movimientos.
– Tenemos que dejar las colinas del hospital militar a nuestras espaldas, siempre a nuestras espaldas –dijo Labbatt, rompiendo el silencio que se había cobijado en nuestras mentes, desde que rebasamos la frontera del internado–. Vamos a guiarnos por Zralla (las pléyades), iremos por el camino correcto, hasta Smara.
Labbatt hablaba como un adulto y aunque era el mayor del grupo no tenía ni catorce años y lo hacía con la autoridad de quien ha vivido unos años con su familia en la badia. Le gustaba hablar como un auténtico nómada del desierto, como si conociera los secretos de la tierra y las señales del cielo, pero daba igual, la noche era blanca y nos infundía cierto aplomo y, como habíamos descartado la posibilidad de ir por el camino de la loba-fantasma, nos movíamos más satisfechos y tranquilos. Pero yo miraba al cielo y no lograba distinguir las pléyades y me preguntaba cuáles serían dentro de ese mar de estrellas y cómo Labbatt lograba reconocerlas. A veces se paraba para indicarnos la posición en el cielo y lo hacía con el dedo índice doblado, como si señalarlas con el dedo recto fuera un sacrilegio. Me consolaba que hubiera en el grupo alguien que conociera o creyera saber el camino, que siempre era monótono y gris, un vasto camino de arena y piedras. A veces, muy a lo lejos, reparábamos en unos focos de luz de coches que se dirigían a Smara o a Rabuni o a otros lugares, pero ninguno parecía tener la intención de hacernos compañía.
Después de horas de marcha atropellada, el cansancio comenzó hacer mella en mi cuerpo, sentía que me dolían las costillas, especialmente una de ellas, que parecía flotar y advertía cómo un extraño dolor subía y bajaba. Durante la marcha intentaba sujetar el punto que me causaba el malestar para que se calmara, pero no podía, por el ritmo que me imponían los demás. Una de las veces, cuando ya no podía más, pedí que paráramos a descansar y justo cuando me acomodé encima de una enorme piedra, sentí un extraño ruido que me hizo saltar, lancé un grito y salí corriendo, los demás me siguieron en desbandada. Todos corríamos y en medio de la carrera me preguntaban qué había ocurrido, no sé si fue un lagarto o una serpiente pero algo estaba allí, les aseguré, con aquella carrera se me quitó el dolor y seguimos pero esta vez un poco más despacio y volví a tranquilizarme.
Después de un tiempo sin precisar que me pareció largo, Labbatt tuvo que admitir que no se orientaba: “Se me ha cerrado la cabeza”, dijo, y qué desilusión nos llevamos con aquella declaración, era ya demasiado lejos para que pudiéramos volver y seguramente demasiado lo que todavía faltaba, alguien propuso que durmiéramos, pero la mayoría prefirió seguir. Hacía rato que habíamos dejado de ver focos de vehículos y ya nada se movía, lo único que cambiaba era el paisaje con alguna talha o una rueda deteriorada o los esqueletos de algún animal muerto de sed. Recuerdo que al pasar cerca de esos huesos, me entró pánico: “Dios, ayúdanos, que no nos pase lo que a este animal”. Los demás debieron sentir lo mismo, porque en medio del silencio Labbatt preguntó quién conocía la sura de AlKursi, y pidió que quién la supiera la fuera recitando.
– ¿Para qué hay que recitarla? – preguntó Shuein.
– Pero tonto, tú no sabes que al leer esa sura, podríamos doblar la tierra y recortar el camino – afirmó con rotundidad Labbatt. Sólo él la conocía y más que recitar, lo que hacía era murmurar algo ininteligible a nuestros oídos.
Cuando la mañana se despertó nos descubrió perdidos en medio del desierto y Smara aún no se había dignado a asomar su rostro, pero en mi mente o delirio ya la veía, veía sus manos alzadas, sus brazos de madera, sus verdes rostros blancos, sus telas manchadas de grasa y arena, las puertas de sus jaimas, sus cocinas, el aroma de su pan recién hecho, los golpes de los vasos sobre sus bandejas del té, las miradas de sus mujeres, los ancianos paseando con sus darraas blancas y azules, y las manos atrás esposadas por el tiempo, las mujeres cargando sobre sus espaldas pesados fardos de sueños o de alimentos, veía también sus cabras somnolientas y perezosas y me alcanzaba su aire asfixiante y polvoriento y escuchaba cómo el eco de alguna de sus colinas me devolvía los gritos de los niños improvisando juguetes de latas de comida. Todos los ruidos de Smara escuchaba, pero en verdad nada de eso estaba cerca, ni se oía, ni se veía y la marcha iba cada vez más lenta y volvieron a dolerme las costillas y empecé a sentir sed.
Ni siquiera cuando salió el sol me interesó para nada su espléndido despertar, ni al descansar unas horas después, ni bajo la sombra de alguna acacia, cuando reparaba en su cercanía, ya nada me importaba y cuando el sol empezó apretar e íbamos a la deriva, lo único que yo tenía claro en ese momento era que el espejismo que se nos iba apareciendo era una dulce mentira, entre mis ojos solo estaba Smara, la imaginaba cada vez más cerca. Por qué tuve que enrolarme, si mi familia vivía en Dajla, qué hacía allí, por qué me dejé llevar, podía haberme quedado a corretear como otros viernes, entre el campo de fútbol y sus alrededores, por el comedor, o jugar con el agua del depósito, ¡ay!, ahora habría llegado la cisterna y el depósito estaría lleno y podría estar mojándome la cabeza debajo de uno de los grifos y bebiendo agua hasta reventar, por culpa de ellos me alisté en esa aventura irresponsable, que nos podría llevar al desastre… Fue Labbatt quien me sacó de estos pensamientos, cuando se acercó y me dijo:
– Búscate una piedra pequeña y fina y colócala en tu boca y saboréala como si fuera un caramelo.
Tenía la boca seca y deshidratada y me sorprendió cómo al poco rato aquel caramelo de piedra empezó a llenarme la boca de saliva y agua y a despertar mi mente y me invadió una inesperada alegría y no sé por qué ya sabía que nos íbamos a salvar, y mientras intentaba sacar el jugo a la piedra y caminaba a más ritmo, levanté la vista, presté atención y allí a lo lejos vislumbré un coche que iba a una velocidad alocada, por el polvo que levantaba no podía ser un espejismo y no cabía duda de que se dirigía en dirección a Smara. Grité y salimos en carrera a la desesperada hacia su dirección, movíamos las manos, recuerdo que arranqué la camisa que tenía atada a la cabeza y que me protegía del sol, para agitarla y gritar, pero el vehículo no nos hizo caso y siguió su camino: “No puede ser, no nos vieron, tienen que habernos visto, no es justo, nos moriremos de sed, Dios mío, nos moriremos de sed”. Hablaba en voz alta, tenía ganas de llorar y cuando ya deseaba que se les pinchara una rueda o se les estropeara el motor, enseguida vimos cómo el coche daba media vuelta y cómo se encaminaba hacia nosotros, empezamos a saltar de alegría. Era un Land Rover que entraba procedente de las regiones militares, sus ocupantes eran cuatro hombres con uniforme del ejército saharaui, dos estaban sentados en la parte delantera con el chofer, atrás un hombre con turbante y una pipa en la boca, junto a él nos arremolinamos, encima del equipaje y nos agarramos a la red que lo sostenía. El conductor antes de salir nos pasó una garrafa de agua, fresca y maravillosa, de la que bebimos hasta agotar su contenido; dominada la angustia de la sed, nos riñó por salir a pie y por no llevar agua en el desierto.
Cuando arrancó el coche o mejor dicho aquella dreimiza y sopló el aire fresco y puro, me reconfortó como nunca lo había sentido antes y me sentí relajado después de la larga marcha, miré los rostros de mis amigos y todos sonreían con una cara triunfal, mientras las ruedas del coche levantaban piedras y enormes nubes de polvo tras nosotros, hasta llegar a Smara.
– No vuelvan a repetir ese viaje, nunca – nos dijo el conductor cuando nos dejó en el centro de la wilaya.
A la mañana del siguiente día, casi de madrugada, un coche nos dejó cerca del internado y entramos sigilosamente en los dormitorios intentando no ser vistos, mientras los demás todavía dormían. Algunos maestros ya se habían informado de la magnitud de la fuga y después del desayuno nos reunieron en el patio de la escuela, y nos arengaron con discursos entre los consejos y las amenazas, querían saber de quién fue la idea, quién dio la orden y por qué fuimos tan irresponsables. Se acabaron los privilegios de ver películas, de no estudiar por las noches, sólo teníamos una opción: estudiar hasta la fecha del viaje a Cuba, nos decían. En medio de aquella perorata un maestro interrumpió a su compañero, porque traía a tres fugados que acababan de llegar, eran tres de los mayorcitos del internado, dos eran muy conocidos por sus constantes escapadas, uno de estos llevaba ropa en una bolsa, y cuando les preguntaron delante de la multitud, por el motivo de su huida el de la bolsa dijo que había ido a los campamentos para lavar su ropa, hubo varias risas, envalentonados en medio de aquella complicidad, los tres empezaron a burlarse de la situación.
El maestro obligó a los tres chicos a sentarse de rodillas con las manos extendidas en el aire y la nariz contra la pared, uno de ellos no quiso obedecer e intentó discutir y comenzó un forcejeo y como una aparición entró otro maestro con bigote confuso y ridículo y dejó caer un golpe de madera en la espalda del chico que cayó de rodillas, quizá como un escarmiento por su atrevimiento y una advertencia a todos, para que nadie volviera a fugarse.
Limam Boicha
Era el principio de la noche cuando varias muchachas salieron precipitadas de su recinto hacia el patio del internado. Algunas hablaban y se lamentaban en voz alta, otras movían las manos y la cabeza haciendo mil gestos, se reunían y se dispersaban, a veces levantaban la voz y otras se susurraban cosas. Cerca de donde se encontraban pasó un hombre, que al verlas en esa situación se acercó a preguntarles. Ellas formaron un círculo en torno a él y más que responder, le abrumaron con preguntas al unísono, como si aquél hombre alto y flaco, con la espalda encorvada, cuyo oficio no era más que encender y apagar el generador de luz del internado y mantenerlo en condiciones, pudiera hacer algo al respecto.
Al principio no era más que un murmullo, un ligero rumor probablemente difundido sin ninguna intención, que se expandió en el aire como una densa nube, una nube que a medida que avanzaba se iba volviendo cada vez más delgada, al dejar algo de ella en cada lado, de una esquina a la siguiente, de un oído a otro y de ese oído a una boca alegre y nerviosa y en forma de brisa verbal, que también nos alcanzó a nosotros, que andábamos sin rumbo por el internado. Aquel susurro llegó y se mezcló con nosotros y con nuestras pisadas, con el polvo que levantábamos en medio de los juegos y gritos y lo asumimos como si fuera un invento nuestro, una decisión plena adoptada por cada miembro del grupo.
Fue durante el transcurso de la noche, que era calurosa, con una encantadora luna llena, y había un silencio extraño que se derretía por los pasillos de los dormitorios, cada hora que pasaba olía a soledad y abandono, un abandono sutil y nada anunciado. Debieron ser ellas las primeras que lo notaron aquella noche, cuando habían ido a revisar todos los dormitorios y se percataron de que sólo quedaban alrededor de veinte muchachas de un total de ciento y algo, y dijeron al hombre encargado del generador de luz que fueron a mirar en otras partes y no habían visto más que cinco o seis, que algo raro estaba pasando, que cómo era posible que no se enteraran antes, que no era normal, que dónde habían ido a parar el resto de las muchachas.
Ellas nunca se fugaban pero todavía no se sabe cómo desencadenaron la mayor y la más inusual de las fugas que se recuerda en el internado, nadie sabe si la manera en que comenzó fue premeditada o no, pero al menos sí es cierto que sin el ruido de aquél grupo de chicas que salieron a dar la “alarma” no se habría producido la espantada de los chicos.
– Si la mayoría se ha fugado, ¿por qué nosotros no? – preguntó Shuein, el más decidido y loco del grupo, cuando ya era demasiado evidente la fuga en tropel.
Nadie de nosotros sabía cómo se planificaba una fuga, estábamos al corriente de que los más lanzados que se escapaban del centro eran ya adultos y no tenían miedo, al menos eso era lo que confesaban cuando reaparecían los viernes por la tarde y alardeaban de todos los obstáculos que habían tenido que superar para llegar hasta los campamentos y volver. Casi siempre se burlaban de los controles que hacían los maestros y educadores del internado, mientras nos encandilaban con sus relatos. Y ahora éramos nosotros quienes íbamos a protagonizar lo que tantas veces no era más que un sueño lejano.
Recuerdo todavía cuando nos encaminamos al depósito para beber más agua, porque la única manera que existía de fugarse del internado en aquel momento era a pie y por el desierto. Subí encima del depósito de agua y mientras me pasaban un enorme plástico en forma de garrafa para beber, me embargaba una extraña sensación. Bebía el agua para espantar la sed y mientras el líquido descendía por mi garganta, golpeaba mi pecho indicando que me iba a escapar y movía la cabeza para confirmar a los demás que iba con ellos, que estaba decidido a embarcarme en esa aventura que siempre me sedujo, pero que también siempre pensé que era una batalla a la medida de unos pocos.
Aunque tenía miedo, sobre todo por las historias que se contaban sobre fantasmas que pululaban, no sólo en los pasillos de los dormitorios, las esquinas oscuras del internado o en la tenebrosidad de los baños, sino más allá del internado. El personaje más aterrador de ese invisible mundo era una loba-fantasma que decían vivía en la sebja, el lago reseco y salino entre el internado y los antiguos campamentos de Rabuni; ese, decían, era su hogar predilecto, allí comía y dormía y su fantasmal presencia era como un centinela, un espantapájaros, ideada quizás por la imaginación colectiva y la imponente presencia del cementerio a la entrada de los campamentos. Por allí sólo se aventurarían los adultos, que al ver o escuchar los gritos y lamentos de los fantasmas o de los seres de ultratumba no les saldría el corazón rodando como una pelota, pero aquella noche era espléndida, y tanta luz natural sólo podía inspirar confianza.
Después de medianoche, cuando el generador de luz fue apagado y dentro de las habitaciones todo quedó oscuro, decidimos salir. Éramos seis y partimos de dos en dos, en dirección al campo de fútbol, que no era más que dos porterías y arena y estaba rodeado de un muro de adobe. A través del muro esquivamos la colina que quedaba a la izquierda para no llamar la atención del guarda, su puesto estaba situado justo encima de la colina, pero probablemente a esa hora estaría durmiendo. Mientras, su aparato de radio, del que nunca se separaba, cambiaba de frecuencia según la intensidad de su ronquido. Nos alejamos de la escuela y durante un largo rato no se escuchaba más que el ruido de nuestros movimientos.
– Tenemos que dejar las colinas del hospital militar a nuestras espaldas, siempre a nuestras espaldas –dijo Labbatt, rompiendo el silencio que se había cobijado en nuestras mentes, desde que rebasamos la frontera del internado–. Vamos a guiarnos por Zralla (las pléyades), iremos por el camino correcto, hasta Smara.
Labbatt hablaba como un adulto y aunque era el mayor del grupo no tenía ni catorce años y lo hacía con la autoridad de quien ha vivido unos años con su familia en la badia. Le gustaba hablar como un auténtico nómada del desierto, como si conociera los secretos de la tierra y las señales del cielo, pero daba igual, la noche era blanca y nos infundía cierto aplomo y, como habíamos descartado la posibilidad de ir por el camino de la loba-fantasma, nos movíamos más satisfechos y tranquilos. Pero yo miraba al cielo y no lograba distinguir las pléyades y me preguntaba cuáles serían dentro de ese mar de estrellas y cómo Labbatt lograba reconocerlas. A veces se paraba para indicarnos la posición en el cielo y lo hacía con el dedo índice doblado, como si señalarlas con el dedo recto fuera un sacrilegio. Me consolaba que hubiera en el grupo alguien que conociera o creyera saber el camino, que siempre era monótono y gris, un vasto camino de arena y piedras. A veces, muy a lo lejos, reparábamos en unos focos de luz de coches que se dirigían a Smara o a Rabuni o a otros lugares, pero ninguno parecía tener la intención de hacernos compañía.
Después de horas de marcha atropellada, el cansancio comenzó hacer mella en mi cuerpo, sentía que me dolían las costillas, especialmente una de ellas, que parecía flotar y advertía cómo un extraño dolor subía y bajaba. Durante la marcha intentaba sujetar el punto que me causaba el malestar para que se calmara, pero no podía, por el ritmo que me imponían los demás. Una de las veces, cuando ya no podía más, pedí que paráramos a descansar y justo cuando me acomodé encima de una enorme piedra, sentí un extraño ruido que me hizo saltar, lancé un grito y salí corriendo, los demás me siguieron en desbandada. Todos corríamos y en medio de la carrera me preguntaban qué había ocurrido, no sé si fue un lagarto o una serpiente pero algo estaba allí, les aseguré, con aquella carrera se me quitó el dolor y seguimos pero esta vez un poco más despacio y volví a tranquilizarme.
Después de un tiempo sin precisar que me pareció largo, Labbatt tuvo que admitir que no se orientaba: “Se me ha cerrado la cabeza”, dijo, y qué desilusión nos llevamos con aquella declaración, era ya demasiado lejos para que pudiéramos volver y seguramente demasiado lo que todavía faltaba, alguien propuso que durmiéramos, pero la mayoría prefirió seguir. Hacía rato que habíamos dejado de ver focos de vehículos y ya nada se movía, lo único que cambiaba era el paisaje con alguna talha o una rueda deteriorada o los esqueletos de algún animal muerto de sed. Recuerdo que al pasar cerca de esos huesos, me entró pánico: “Dios, ayúdanos, que no nos pase lo que a este animal”. Los demás debieron sentir lo mismo, porque en medio del silencio Labbatt preguntó quién conocía la sura de AlKursi, y pidió que quién la supiera la fuera recitando.
– ¿Para qué hay que recitarla? – preguntó Shuein.
– Pero tonto, tú no sabes que al leer esa sura, podríamos doblar la tierra y recortar el camino – afirmó con rotundidad Labbatt. Sólo él la conocía y más que recitar, lo que hacía era murmurar algo ininteligible a nuestros oídos.
Cuando la mañana se despertó nos descubrió perdidos en medio del desierto y Smara aún no se había dignado a asomar su rostro, pero en mi mente o delirio ya la veía, veía sus manos alzadas, sus brazos de madera, sus verdes rostros blancos, sus telas manchadas de grasa y arena, las puertas de sus jaimas, sus cocinas, el aroma de su pan recién hecho, los golpes de los vasos sobre sus bandejas del té, las miradas de sus mujeres, los ancianos paseando con sus darraas blancas y azules, y las manos atrás esposadas por el tiempo, las mujeres cargando sobre sus espaldas pesados fardos de sueños o de alimentos, veía también sus cabras somnolientas y perezosas y me alcanzaba su aire asfixiante y polvoriento y escuchaba cómo el eco de alguna de sus colinas me devolvía los gritos de los niños improvisando juguetes de latas de comida. Todos los ruidos de Smara escuchaba, pero en verdad nada de eso estaba cerca, ni se oía, ni se veía y la marcha iba cada vez más lenta y volvieron a dolerme las costillas y empecé a sentir sed.
Ni siquiera cuando salió el sol me interesó para nada su espléndido despertar, ni al descansar unas horas después, ni bajo la sombra de alguna acacia, cuando reparaba en su cercanía, ya nada me importaba y cuando el sol empezó apretar e íbamos a la deriva, lo único que yo tenía claro en ese momento era que el espejismo que se nos iba apareciendo era una dulce mentira, entre mis ojos solo estaba Smara, la imaginaba cada vez más cerca. Por qué tuve que enrolarme, si mi familia vivía en Dajla, qué hacía allí, por qué me dejé llevar, podía haberme quedado a corretear como otros viernes, entre el campo de fútbol y sus alrededores, por el comedor, o jugar con el agua del depósito, ¡ay!, ahora habría llegado la cisterna y el depósito estaría lleno y podría estar mojándome la cabeza debajo de uno de los grifos y bebiendo agua hasta reventar, por culpa de ellos me alisté en esa aventura irresponsable, que nos podría llevar al desastre… Fue Labbatt quien me sacó de estos pensamientos, cuando se acercó y me dijo:
– Búscate una piedra pequeña y fina y colócala en tu boca y saboréala como si fuera un caramelo.
Tenía la boca seca y deshidratada y me sorprendió cómo al poco rato aquel caramelo de piedra empezó a llenarme la boca de saliva y agua y a despertar mi mente y me invadió una inesperada alegría y no sé por qué ya sabía que nos íbamos a salvar, y mientras intentaba sacar el jugo a la piedra y caminaba a más ritmo, levanté la vista, presté atención y allí a lo lejos vislumbré un coche que iba a una velocidad alocada, por el polvo que levantaba no podía ser un espejismo y no cabía duda de que se dirigía en dirección a Smara. Grité y salimos en carrera a la desesperada hacia su dirección, movíamos las manos, recuerdo que arranqué la camisa que tenía atada a la cabeza y que me protegía del sol, para agitarla y gritar, pero el vehículo no nos hizo caso y siguió su camino: “No puede ser, no nos vieron, tienen que habernos visto, no es justo, nos moriremos de sed, Dios mío, nos moriremos de sed”. Hablaba en voz alta, tenía ganas de llorar y cuando ya deseaba que se les pinchara una rueda o se les estropeara el motor, enseguida vimos cómo el coche daba media vuelta y cómo se encaminaba hacia nosotros, empezamos a saltar de alegría. Era un Land Rover que entraba procedente de las regiones militares, sus ocupantes eran cuatro hombres con uniforme del ejército saharaui, dos estaban sentados en la parte delantera con el chofer, atrás un hombre con turbante y una pipa en la boca, junto a él nos arremolinamos, encima del equipaje y nos agarramos a la red que lo sostenía. El conductor antes de salir nos pasó una garrafa de agua, fresca y maravillosa, de la que bebimos hasta agotar su contenido; dominada la angustia de la sed, nos riñó por salir a pie y por no llevar agua en el desierto.
Cuando arrancó el coche o mejor dicho aquella dreimiza y sopló el aire fresco y puro, me reconfortó como nunca lo había sentido antes y me sentí relajado después de la larga marcha, miré los rostros de mis amigos y todos sonreían con una cara triunfal, mientras las ruedas del coche levantaban piedras y enormes nubes de polvo tras nosotros, hasta llegar a Smara.
– No vuelvan a repetir ese viaje, nunca – nos dijo el conductor cuando nos dejó en el centro de la wilaya.
A la mañana del siguiente día, casi de madrugada, un coche nos dejó cerca del internado y entramos sigilosamente en los dormitorios intentando no ser vistos, mientras los demás todavía dormían. Algunos maestros ya se habían informado de la magnitud de la fuga y después del desayuno nos reunieron en el patio de la escuela, y nos arengaron con discursos entre los consejos y las amenazas, querían saber de quién fue la idea, quién dio la orden y por qué fuimos tan irresponsables. Se acabaron los privilegios de ver películas, de no estudiar por las noches, sólo teníamos una opción: estudiar hasta la fecha del viaje a Cuba, nos decían. En medio de aquella perorata un maestro interrumpió a su compañero, porque traía a tres fugados que acababan de llegar, eran tres de los mayorcitos del internado, dos eran muy conocidos por sus constantes escapadas, uno de estos llevaba ropa en una bolsa, y cuando les preguntaron delante de la multitud, por el motivo de su huida el de la bolsa dijo que había ido a los campamentos para lavar su ropa, hubo varias risas, envalentonados en medio de aquella complicidad, los tres empezaron a burlarse de la situación.
El maestro obligó a los tres chicos a sentarse de rodillas con las manos extendidas en el aire y la nariz contra la pared, uno de ellos no quiso obedecer e intentó discutir y comenzó un forcejeo y como una aparición entró otro maestro con bigote confuso y ridículo y dejó caer un golpe de madera en la espalda del chico que cayó de rodillas, quizá como un escarmiento por su atrevimiento y una advertencia a todos, para que nadie volviera a fugarse.
Limam Boicha
*Foto: extrujado.com
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