Por: Limam Boisha |Ilustración de Roberto
Maján
Aquella noche cuando todos dormían llovió
en el campamento. En silencio se formó el agua y se arrastró desde las colinas.
En su viaje se llevó todo lo que encontró a su paso: arena, piedras, huesos de
animales, sacos de basura abandonados en las venas de los caminos. Botellas de
plástico que pululaban como fantasmas. Emergían y flotaban en medio de aquella
carrera de barrizal. Y las cabras, ovejas y dromedarios prisioneros en sus
corrales de alambre oxidado, balaban por sus vidas. Los lanzó el caudal hacia
su garganta en la oscuridad de la noche. Lo mismo hizo con garrafas de agua y
aceite, vasijas, baúles, sandalias, planchas de zinc y sacos de harina. Algunas
jaimas que bien sembradas estaban en la árida tierra colisionaron y la riada
las extirpó con furia y sin detenerse. Partió de cuajo el mercado y descuartizó
todo tipo de mercancías: latas de comida, tomates, melones, paquetes de
caramelos, galletas, arroz, montañas de sacos de carbón apiladas y todo tipo de
ropa, una húmeda confusión de melhfas, daraás, de pantalones, bragas y camisas.
Las casas de adobe levantadas con tanto sacrificio, las derritió como una
golosina en el paladar de un niño.
Los refugiados se despertaron con los
gritos y salieron corriendo hacia las colinas más cercanas que rodeaban el
mujaiam. El monstruo del agua turbia solo se llevó a Tahra, que con una pierna
ortopédica no pudo ponerse a salvo. Regentaba una pequeña tienda hecha de
remiendos, donde pasaba horas y horas. Por las noches dormía en la tiendecita
para custodiar sus escasas pertenencias, y esa fue su desgracia.
Cuando la cólera del agua - que se formó en
pocas horas -se precipitó contra las rocas y se secó en la nada, no quedó más
que su arrugado rostro de lodo. La gente volvió a la vida, a la rutina diaria y
agradeció al cielo que el daño no hubiera sido más devastador. El dolor se sumergió en otras capas de la
piel menos visibles y la tristeza más inmediata volvió a ser la vieja tristeza
de siempre. Y los deseos volvieron a ser los mismos de siempre.
Las mujeres se reunieron y fueron a
acompañar a la única hija que tenía Tahra, para mitigar su dolor. Con ellas
llevaron agujas, ovillos, hilos, telas, vestidos, mantas, comida. Llevaron sus manos arenosas, su entusiasmo
vital.
Y todo el mujaiam olvidó pronto y volvió a
anhelar la lluvia.
Siempre un placer lerrle, querido Limam.
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