Por
Limam Boicha. Bubisher, 22/03/2018
¿Quién
no se ha sentido fascinado, en algún momento de su vida, por una ciudad? Grande
o pequeña. Fascinado por su historia, arquitectura, por sus encantos y sus
misterios. O porque esa ciudad es todo un personaje real y a la vez literario.
No cabe duda de que Paris es una de esas ciudades. Por tantos acontecimientos
que albergó en su seno. Como la revolución de 1897 y todo lo que significó.
¿Quién no ha querido ir al lugar donde han vivido pensadores y filósofos de la
Ilustración como Montesquieu Voltaire o Diderot y otros que destacaron en el
Siglo de las Luces y en siglos posteriores?
¿Qué
lector o lectora no ha querido viajar para ver si queda algo de los escenarios
del Paris de Víctor Hugo, Balzac, Dumas o Zola? El Paris de Camus, de Simone de
Beauvoir y tantos y tan grandes escritores. Hombres y mujeres. Franceses o
extranjeros, como Cortázar, Henry Miller, Carpentier o Heminguay.
París
era una fiesta para muchos de ellos como escribió el autor de El viejo y el
mar, pero también era miseria, sufrimiento y búsqueda de trabajo y futuro digno
para muchos otros escritores o simples migrantes. Aunque solo sea por la
herencia literaria que dejaron tan grandes escritores y pensadores vale la pena
visitar a Paris. Sin desmerecer su historia, su arquitectura, sus museos, sus
bulevares y su vida social, cultural y deportiva.
Cuando
me invitaron para ir a presentar la película Leyuad, me pareció una excelente
oportunidad para recorrer algunos de esos lugares emblemáticos, que ya había
recorrido gracias a los libros, y al mismo tiempo, intentar sembrar un trocito
del alma de la cultura saharaui en el corazón de la Ciudad de la Luz.
La
tarde del domingo de mi llegada a Paris era primaveral y agradable. El cielo
azul y con pocas nubes. Una agradable brisa nos dio la bienvenida. Madrid, de
donde venía, era todo lo contrario: lluvia y frío como no se recuerda hace
años.
En el
aeropuerto Charles de Gaulle me recogió el editor Alexis Dedieu. Llegó en su
pequeño coche. Un Peugeot de más de treinta años. Pequeño y viejo, pero duro
como un muro de piedra. Curiosamente la última vez que vi a Alexis fue hace un
año en Lyon, cuando me dejó en otro aeropuerto después de presentar la
antología bilingüe de poesía saharaui contemporánea: Generación de la amistad.
No
pensé que aquel cochecito de color amarillo iba a aguantar más de un año. Pero
ahí estaba circulando a todo gas por las autopistas de la capital francesa.
En las
calles había muchos transeúntes, los cafés estaban repletos de gente. Los
mismos cafés parisinos que había en las páginas de la literatura o en las
pantallas del cine. Algunos seguían igual. Inmutables.
Mis
anfitriones y amigos Mick, la traductora al francés de Les rites de la tente y
su marido Roby, me llevaron a conocer algo de Paris. Porque para ver todo lo
interesante que alberga aquella enorme urbe se necesitarían meses. En una
ciudad sin rascacielos, no es extraño que destaque tanto la Dama de Hierro como
algunos la llaman. Cuando se levantó tuvo muchos detractores, protestas.
Terribles críticas recibió el arquitecto Eiffel, pero aguantó el chaparrón. Y
lo resistió también aquella mole de acero y hierro, que estaba más cerca del
espíritu obrero que de la exquisitez de Versalles.
Hay
una cita de Borges que dice: Me sabe a cuento/que se fundase Buenos Aires/La
juzgo tan eterna/Como el mar y el viento/. Me imagino que los parisinos también
juzgan su Torre eterna como el mar y el
viento.
Un
conglomerado de museos flanquea a la Torre Eiffel: los jardines del Trocadero,
el museo de Japón, el Museo du Quai Branly dedicado a África, Asia y América.
La Escuela militar, Los Campos de Marte.
Mick
me leyó leyendas escritas en las paredes de los museos que flanquean a la
torre, pero lamentablemente no los he podido memorizar. Y Roby me dijo que
sería interesante grabar con una cámara oculta todos los gestos que hacen los
turistas delante de la torre Eiffel. Algunos parecen que llegan allí con la
instantánea ya ensayada. Sonríen y colocan sus manos en el aire para que en la
foto aparezca la Torre entre sus manos. O mordiendo una pieza de ella. Algunas
parejas se inmortalizan besándola. Un documental podría enseñarnos cómo la
gente adora la torre más famosa del mundo. ¿Acaso la Torre Eiffel no es un
altar del amor para muchas parejas?
De
allí fuimos al rio Sena. Cuando llegamos ya era de noche, y toda la ciudad
estaba iluminada, incluso desde lejos se veía la torre Eiffel proyectando su
luz como un faro. Pasamos delante de la Torre de Temple donde fue encarcelada
la familia real francesa. Desde esa fortaleza Luis XVI fue llevado a la
guillotina y meses después la reina María Antonieta corrió la misma suerte.
Nuestra siguiente parada fue el Barrio Latino, del que ya no queda nada, al
menos visible, de todo lo que significó para la pléyade de escritores
latinoamericanos. Caminamos hasta el Bulevar de Saint-Germain, un lugar
emblemático de Mayo del 68. Finalizamos el recorrido delante del famoso cabaret
parisino Mouline Rouge (Molino Rojo). Dicen que en su inicio era un lugar al
que llevaban obligadas las muchachas pobres que limpiaban la ropa cerca de ahí.
Las llevaban para bailar y animar a la muchedumbre que iban a beber y pasarlo
bien.
Volviendo
al tema que nos ocupa, el día siguiente estrenamos la película Leyuad en el
Instituto Nacional de Lenguas y Culturas Orientales (INCALCO). Después de la
proyección de la película, hubo un debate interesante con un público variopinto
de estudiantes, cinéfilos y especialistas en traducción y literatura. Hubo un
debate interesante sobre la poesía, los entresijos del guión, los actores y
hasta el montaje y la edición.
La
película fue como una introducción para hacer una presentación improvisada de
Les Rites de la tente (Ritos de jaima) que, como el filme, tuvo una buena
acogida por el público. Fue un momento oportuno, justo cuando el tema de los
acuerdos de pesca entre Unión Europa y Marruecos estaban en primera plana de la
actualidad del país galo.
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