*Del nº 30 de la Revista Shukran
A mí me llamaban Lemheiriga. Sí, tengo una quemadura. Ves aquí, en esa zona de mi mano, ¿lo ves? Fue hace tiempo. Era pequeñita y gateaba por las esteras que cubrían el suelo de nuestra jaima. Aquél día quizá tenía sed, o quería jugar. No lo sé. Mis otros hermanitos todavía no habían nacido, y estaba sola, aburriéndome, hasta que vi algo que atrajo mi atención. Avancé en su búsqueda. En medio de una nube de vapor asomaba un pico de color rojo, lo agarré y un líquido se volcó encima de mi brazo. Solté un grito que seguramente se escuchó en el séptimo Cielo. No recuerdo más. Mamá había salido a pedir un poco de azúcar a la vecina. Dejó el infiernillo calentándose, y encima de él una tetera grande llena de agua hirviendo. Mi abuela regañó a mamá, y le aseguró que todavía no estaba preparada para criar un bebé.
La abuela me llevó con ella a Sheijuja, el lugar donde pasaban largas temporadas los ancianos. Allí les daban una alimentación buena, sobre todo, carne y leche de camellas. Los abuelos no hacían más que salir de las jaimas, dar vueltas disfrutar del verde paisaje y respirar el aire fresco. ¡Se sentían tan bien en ese lugar! Para muchos era lo más parecido a la Badía, su auténtico hogar en el Sáhara donde nacieron y vivieron hasta que estalló la guerra. Pasaban los días conversando o jugando a las damas sobre la arena. Si les faltaba una pieza me decían: quemadita, o hijita de los jubilados ve y búscanos un palillo. Yo Salía corriendo y volvía con las manos cargas de ramas secas.
Todavía no sé cómo se las arreglaba mi abuela para comprarme regalos, si en los campamentos de refugiados, no se veía dinero. A veces me traía caramelos, otras gomas para el pelo, o un conjunto. Uno azul precioso, fue durante mucho tiempo, el único vestido que tuve. Cada viernes tenía que lavarlo para ir al colegio.
La abuela era una mujer fuerte, bondadosa y con sabiduría empapada en lecciones de supervivencia. Una vez me entregó unos cuatrocientos dinares, para comprar un kilo de carne. La única carnicería que había en toda la wilaya estaba lejos. Llevé el billete y volví sin la carne.
-Si se ha perdido, ese era el designio -me tranquilizó- vuelve siguiendo tus pasos y a lo mejor el dinero aparece.
Caminé unos doscientos o trescientos metros, esperé un momento y regresé. Con los ojos en el suelo, le dije que no lo encontré. La abuela me pegó.
-Cómo vas a perder la esperanza de encontrarlo si apenas saliste y ya regresaste. Tú no ves que aquí llevamos diecinueve años en el exilio, y seguimos esperando la independencia, durante todos estos años no hemos perdido la esperanza de volver, y tú la pierdes en unos minutos.
Sus palabras me conmovieron y le confesé la verdad.
Limam Boicha
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