miércoles, marzo 31, 2010

La llegada


Era principios del verano y en las horas que llevaba de camino el abuelo no había vislumbrado rastro alguno del animal que buscaba, ni las huellas de ningún otro. Todo estaba limpio como si no fuera el viento sino una mano invisible la que se había encargado de borrarlo. Atravesaba la llanura que se extendía hasta alcanzar el corazón de Miyek y continuaba más allá en el horizonte. Andaba el abuelo con la vista ya cansada bajo los rayos del sol que apuntaban sin clemencia a su cráneo, cuando bajó la cabeza y vio algo en la arena. No eran huellas de personas ni de animales, ¿Qué serían?

De nuevo fijó su vista en la pista: eran dos líneas rectangulares que se proyectaban sin interrumpirse hasta el infinito.

“¿Qué serán esas huellas?”, se preguntó una y otra vez. Su rostro se comprimió, primero de curiosidad y después de preocupación. “¿Qué señal nos envía ahora la Providencia? ¿Será una bendición o una maldición?” Ante esas interrogantes le embargaron unas impresiones sombrías e intuía que aquello iba a cambiar su vida para siempre. Bismilahi rahmani rahim, (En el nombre de Dios) pronunció la frase-amuleto, mientras saltaba por encima de las huellas sin tocarlas, como temiendo contagiarse por una maldición.

Cerca de ahí a unos pocos kilómetros, bajo la sombra de unas acacias espinosas descansaban varios hombres que atravesaban el desierto del Sahara en sus flamantes Land-Rovers. Eran los primeros vehículos que nuestro abuelo iba a ver en su vida.

Limam Boisha

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