Salió corriendo de aquel bombardeo a las cinco de las mañana, su única salvación eran las montañas de Gueltat Zemur. Él conocía las montañas como la palma de su mano, de pequeño solía escalarlas con sus amigos en busca de las piedras que hacían fuego de noche, con esas piedras jugaba colocando una encima de la otra para formar una enorme pirámide y dentro de esa pirámide hacía un bonito fuego que podía verse desde muy lejos.
Pero esta vez el fuego era mortal y los aviones marroquíes F15 querían destruirlo todo matando a toda la población del poblado. Él había escapado descalzo y con una pequeña cantimplora llena de agua, en el abrigo de una pequeña cueva se escondió y esperó su oportunidad para salir hacia Tifariti, era febrero de 1976 y todo el territorio del Sahara Occidental estaba sometido a un permanente bombardeo.
De día el ruido de los aviones lo mantenía en alerta, de noche y siguiendo la luz de la estrella polar se dirigió a Meheriz que estaba a unos cien kilómetros aproximadamente, él solo en medio del desierto quería caminar y caminar alejarse todo lo posible del sonido de las bombas y los aviones que no descasaban ni un minuto, cada vez que detectaban cualquier movimiento hacia allí iban y arrojaban sobre los nómadas saharauis su alma asesina.
Pero su profunda fe y su deseo de alcanzar la libertad en otra tierra lejos de aquella escena apocalíptica en la que vio cuerpos calcinados, casas destruidas y miles de personas huyendo de forma despavorida mientras las bombas iban borrando las huellas de sus dromedarios y quemando sus jaimas; él quería alejarse de aquel horror y poner su vida a salvo.
Durante su primera noche de travesía recorrió cerca de cincuenta kilómetros, cuando divisó en el cielo el primer rayo luz, buscó el refugio de una enorme acacia espinosa, se sentó y apoyó su espalda sobre el tronco del árbol, bebió un poco de agua e improvisó un pequeño refugio, con su turbante hizo un pequeño cojín y cayó rendido de sueño y cansancio, pero dentro de su corazón aún prevalecía una enorme sensación de miedo y escalofrío las imágenes de caras ensangrentadas y cuerpos rotos de dolor estaba dentro de su mente.
Se levantó avanzada la tarde, en el cielo se oía el ruido de los aviones y cerca de su pequeño refugio escuchó a un Land Rover acercarse pero decidió mantenerse quieto, evitando de esta forma ser detectado, porque él sabía que Gueltat Zemur es una zona estratégica y el ejercito invasor quería controlarla para bloquear el paso a todos los saharauis que venían huyendo de Umdraiga.
Se quedó quieto no hizo el más mínimo movimiento hasta que oscureció totalmente, salió debajo de la acacia y de su turbante arrancó dos trozos de tela e hizo de ellos dos sandalias porque sus pies estaban sangrando pero sabía que la noche y las estrellas eran su mejor aliado, se encomendó al destino y siguió caminando en dirección a Meheriz, cerca de las cuatro de la mañana observó un pequeño fuego y hacia allí se dirigió tenía una enorme esperanza en encontrar a algún saharaui con el cual podía seguir hacia Tifariti y después cruzar hacia Argelia y así poner su vida a salvo lejos del saqueo y exterminio que estaban sufriendo las ciudades saharauis.
A medida que se iba acercando, la luz del fuego le transmitía una mayor confianza y le traía aquel recuerdo cuando de niño cogía las piedras y de ellas hacía una pequeña hoguera, esta vez tenía una enorme convicción de que su salvación quizás estaría escondida en la luz de esas rocas de color blanco.
Cuando llegó escuchó de lejos la conversación y se alegró porque eran saharauis y hablaban hasania; estaban sentados tres hombres, dos mujeres y cuatro niños alrededor de aquel bonito fuego que le recordó las piedras del fuego cuando de pequeño jugaba con ellas en las montañas de Gueltat Zemur.
Al otro día salieron en un viejo Land Rover, él se subió en la parte de atrás, miró por última vez las montañas de su tierra envueltas en el fuego de las bombas, del bolsillo de su camisa sacó una pequeña piedra la besó con sus finos labios, de sus ojos negros nacieron las lágrimas de dolor, tristeza y la rabia contenida en su corazón.
Ali Salem Iselmu
Pero esta vez el fuego era mortal y los aviones marroquíes F15 querían destruirlo todo matando a toda la población del poblado. Él había escapado descalzo y con una pequeña cantimplora llena de agua, en el abrigo de una pequeña cueva se escondió y esperó su oportunidad para salir hacia Tifariti, era febrero de 1976 y todo el territorio del Sahara Occidental estaba sometido a un permanente bombardeo.
De día el ruido de los aviones lo mantenía en alerta, de noche y siguiendo la luz de la estrella polar se dirigió a Meheriz que estaba a unos cien kilómetros aproximadamente, él solo en medio del desierto quería caminar y caminar alejarse todo lo posible del sonido de las bombas y los aviones que no descasaban ni un minuto, cada vez que detectaban cualquier movimiento hacia allí iban y arrojaban sobre los nómadas saharauis su alma asesina.
Pero su profunda fe y su deseo de alcanzar la libertad en otra tierra lejos de aquella escena apocalíptica en la que vio cuerpos calcinados, casas destruidas y miles de personas huyendo de forma despavorida mientras las bombas iban borrando las huellas de sus dromedarios y quemando sus jaimas; él quería alejarse de aquel horror y poner su vida a salvo.
Durante su primera noche de travesía recorrió cerca de cincuenta kilómetros, cuando divisó en el cielo el primer rayo luz, buscó el refugio de una enorme acacia espinosa, se sentó y apoyó su espalda sobre el tronco del árbol, bebió un poco de agua e improvisó un pequeño refugio, con su turbante hizo un pequeño cojín y cayó rendido de sueño y cansancio, pero dentro de su corazón aún prevalecía una enorme sensación de miedo y escalofrío las imágenes de caras ensangrentadas y cuerpos rotos de dolor estaba dentro de su mente.
Se levantó avanzada la tarde, en el cielo se oía el ruido de los aviones y cerca de su pequeño refugio escuchó a un Land Rover acercarse pero decidió mantenerse quieto, evitando de esta forma ser detectado, porque él sabía que Gueltat Zemur es una zona estratégica y el ejercito invasor quería controlarla para bloquear el paso a todos los saharauis que venían huyendo de Umdraiga.
Se quedó quieto no hizo el más mínimo movimiento hasta que oscureció totalmente, salió debajo de la acacia y de su turbante arrancó dos trozos de tela e hizo de ellos dos sandalias porque sus pies estaban sangrando pero sabía que la noche y las estrellas eran su mejor aliado, se encomendó al destino y siguió caminando en dirección a Meheriz, cerca de las cuatro de la mañana observó un pequeño fuego y hacia allí se dirigió tenía una enorme esperanza en encontrar a algún saharaui con el cual podía seguir hacia Tifariti y después cruzar hacia Argelia y así poner su vida a salvo lejos del saqueo y exterminio que estaban sufriendo las ciudades saharauis.
A medida que se iba acercando, la luz del fuego le transmitía una mayor confianza y le traía aquel recuerdo cuando de niño cogía las piedras y de ellas hacía una pequeña hoguera, esta vez tenía una enorme convicción de que su salvación quizás estaría escondida en la luz de esas rocas de color blanco.
Cuando llegó escuchó de lejos la conversación y se alegró porque eran saharauis y hablaban hasania; estaban sentados tres hombres, dos mujeres y cuatro niños alrededor de aquel bonito fuego que le recordó las piedras del fuego cuando de pequeño jugaba con ellas en las montañas de Gueltat Zemur.
Al otro día salieron en un viejo Land Rover, él se subió en la parte de atrás, miró por última vez las montañas de su tierra envueltas en el fuego de las bombas, del bolsillo de su camisa sacó una pequeña piedra la besó con sus finos labios, de sus ojos negros nacieron las lágrimas de dolor, tristeza y la rabia contenida en su corazón.
Ali Salem Iselmu
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